Por: Pbro. Juan Carlos Ballesteros Celis, párroco de Santa Clara de Asís y miembro de la pastoral de catequesis
“Le dice Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mi” (Jn 14, 6).
Continuando con este estudio en torno a la persona de Jesús, el Cristo, vale la pena adentrarse en tres auto designaciones, que sobre sí mismo ha realizado y que está relatado en el Evangelio de san Juan. En realidad, hay que ver estos tres títulos empleados por Jesús, como
una sola realidad progresiva para el creyente, llamado a seguirle, cuya meta a alcanzar, es la consecución de la vida eterna.
En la vida del creyente, conocer a Jesús, profundizar sobre su identidad y su mensaje, debe ser el empeño más apremiante y la aspiración principal que se tenga, porque es lo que confiere sentido a la propia identidad cristiana recibida en el Bautismo. Esto porque Jesús, aparece como modelo de hombre perfecto y testimonio sublime del amor Dios, que invita a seguirlo, teniendo presente que solo Él es el auténtico camino a recorrer: un angosto y estrecho “camino que lleva a la vida” (Mt 7, 14).
Ahora bien, Jesús es el camino porque “toda la vida de Cristo es revelación del Padre: sus palabras y obras; silencios y sufrimientos; su manera de ser y de hablar” (CIC 516). Es Jesús un ejemplo de abajamiento (Flp 2, 7), de obediencia (Jn 4, 34), de oración (Lc 11, 1) y en ese
sentido la imagen de Jesús como camino se refiere a la invitación explicita de seguirle: “Quien quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, cargue con su Cruz y me siga” (Mt 16, 24).
Esto es posible porque solo Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), y el Padre lo confirma afirmando: “Este es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9, 35). El camino al
Padre es dejarse guiar por Jesús, por su Palabra de verdad, y acoger el don de su Vida.
Existe una verdad fundamental y se trata de una persona: Cristo, la Palabra de Dios que “se hizo carne” (Jn 1, 14) y quien se reconoce a sí mismo, Palabra del Padre que se comunica, pues afirma: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar” (Jn 12, 49).
Por consiguiente, Jesús es la verdad y eso lo confirma en su silencio ante Pilato que le interroga: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 38). La verdad no es entonces un concepto abstracto, sino el encuentro con una persona: Jesús.
Quien capacita para ese encuentro con la verdad y poder permanecer en la verdad, nos viene también de Dios: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que les he dicho” (Jn 14, 26). Al igual que sucede con Jesús, el Espíritu Santo, “no hablará por su cuenta, sino que hablará de lo que oiga y les anunciará lo que ha de venir” (Jn 16, 13). Su misión para con el creyente, como Espíritu de la verdad, es “guiar hasta la verdad completa”.
De hecho, San Pablo afirma: “Nadie puede decir, ¡Jesús es Señor! sino con el Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). El Espíritu Santo es la ayuda que viene de lo alto, que capacita y sostiene en ese conocimiento de la plenitud de la verdad, que es Jesús.
Las Palabras de Jesús son la verdad, pero también afirma que: “Son espíritu y son vida” (Jn 6, 63) pues tienen autoridad y eficacia para realizar lo que comunican. Él en sí mismo se presenta
como aquel que puede dar la vida: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Jn 11, 25). “El que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57). Jesús en sí mismo, es la vida en plenitud para el creyente.
En el Evangelio de san Juan, Jesús anuncia a sus discípulos: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, se los habría dicho, porque voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde Yo esté, estén también ustedes” (Jn 14, 2-3). Se trata del retorno que Jesús ofrece a quienes, mediante la fe y la obediencia, pueden regresar al Paraíso, del que un día el hombre y la mujer se vieron excluidos, por la desobediencia y la autosuficiencia.
La única condición que se exige es, tener fe: “Para que todo el que crea, tenga por Él vida eterna” (Jn 3, 15), “Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 26). Se trata de ser capaces de vivir una vida al estilo de Jesús: siempre orientada al Padre y en obediencia al Padre, procurando ser uno con él.
La exhortación es muy puntual en la Escritura Sagrada: “Aspiren a los bienes de allá arriba, no a los de la tierra” (Col 3, 3), “Amontonen más bien tesoros en el cielo” (Mt 6, 20) pues “Nosotros
somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como salvador al Señor Jesucristo” (Flp 3, 20).
Como conclusión a esta catequesis, vale la pena citar el comentario de san Agustín, sobre este texto de san Juan, en que enseña: “Es como si Jesús le dijera a Tomás: ¿por dónde quieres ir? Yo soy el Camino. ¿adónde quieres ir? Yo soy la Verdad. ¿dónde quieres permanecer? Yo soy la Vida. Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible; pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza humana” (Sermones 141-142).