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He visto las ciudades al amanecer, cuando el sol se levanta y los ruidos de la prole y de sus artefactos bullen en la búsqueda de caminos y destinos muy variados. También la he visto al desayuno, cuando las gentes se juntan en torno a mesas y mesones, compartiendo el primer alimento de la mañana y desdoblando los guiones colectivos de los días que comienzan, he paseado en los buses articulados que atraviesan carriles exclusivos, con obreros buscando el jornal mientras menesterosos piden, vendedores ambulantes ofrecen golosinas y artistas populares cantan aunque no canten.
He sentido la ciudad en sus sudores, cuando a media mañana el astro rey calienta desde el firmamento y las gentes se mueven en la labor, en el rebusque, haciendo de los cuerpos lazos humanos que hacen rodar el sinfín urbano. He tenido muchas veces en mi olfato el olor de los almuerzos y las viandas de medio día, que en todos los sectores citadinos se comparten en hogares, en restaurantes, en parques y en negocios improvisados, donde la ingesta de comidas se acompaña de historias que van y vienen con los días.
He visto las calles desde el fondo de vitrinas, desde mesas y escaparates, acompañado del aroma del tiempo atragantado de café o de jugo frutoso y de músicas soneras y boleros de fondo, mientras observo a los transeúntes que afanan el paso para volver a sus oficios y tareas, mientras el azul del cielo brilla. He sentido jubiloso como llegan entre avenidas y parques los vientos de mar y montaña que abrazan la villa citadina, que levantan faldas, tiran gorras a los suelos y golpean los rostros con un sentido de éter vital que abrazan a todo aquel, aquella, que se deja tocar por los atardeceres de estos parajes.
También tengo en mi retina, en mis tendones, la ciudad de regreso, la que vuelve al vecindario, que toca el portal de siempre para abrazar a los deudos y para ver cómo el aura vuelve a su sitio, a su sillón, a sus aposentos y se siguen coleccionando historias del ir y venir por calles y andenes. He visto la ciudad de las luces y la fiesta, de los pies que devanean entre mosaicos y suelos con hendijas, que a su manera también bailan, porque en la ciudad que habito hasta las piedras bailan y cantan.
He visto la ciudad de las luces y la fiesta, de pies que devanean entre mosaicos y suelos con hendijas, que a su manera también bailan, porque en la ciudad que habito hasta las piedras bailan y cantan
Sé por el vivir de las ciudades que lloran sus heridas, de las almas citadinas que soportan la precariedad y la contingencia, de las urbes de la furia que a veces se levantan para decir basta de atropellos, de las banalidades metropolitanas que solo ven objetos, cosas, compras, consumos, de los cuerpos carnavalescos que gritan en la libertad de sus barriadas. Me ocupan las disonancias y las resonancias de los arrabales más disímiles que fluyen ante mis ojos de sur a norte, de occidente a oriente y que me laten en un sinfín de emociones.
Todas esas ciudades siendo muy diferentes son a su vez la misma que me habita y que llevo en el cuerpo desde el nacimiento, desde la infancia hasta estos días de adultez; todas esas villas siguen caminando en sus búsquedas, en sus trashumancias y yo voy con ellas, con mis sueños, con mis pesadillas y anhelos. Y a todas estas… ¿Cuál es la ciudad que usted reside y le habita?
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