La lucha por la conservación no es solo una cuestión de política ambiental, sino también una disputa por el reconocimiento de relaciones más profundas y respetuosas
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La Guajira no solo es un espacio físico, sino también un terreno de luchas simbólicas entre diferentes cosmovisiones. La pugna entre los grupos étnicos y las empresas extractivas en la región refleja una confrontación más profunda entre la cultura y la naturaleza, enraizada en ejes imaginarios que vienen desde los primeros encuentros entre Europa y América.
Durante el primer medio siglo tras el descubrimiento del Nuevo Continente, la mirada supremacista europea fundamentada en las cosmogonías teológicas y las cosmografías simbólicas, determinaron la forma en que el Nuevo Mundo fue interpretado y categorizado. A los ojos de los colonizadores europeos, era un territorio misterioso y desconocido lleno de posibilidades y desafíos; un espacio abierto a la resignificación y la clasificación. El Nuevo Mundo fue rápidamente taxonomizado bajo las lentes de las cosmografías occidentales, que lo asimilaron a un lugar salvaje, exótico y potencialmente explotable.
Este imaginario europeo no solo influyó en cómo se interpretaron las tierras recién descubiertas, sino también en cómo se categorizaron las identidades de los pueblos que las habitaban. Los habitantes indígenas fueron conceptualizados bajo categorías de alteridad y subalternidad; percibidos como primitivos, en oposición al modelo civilizatorio europeo. Esta mirada ha perdurado en el tiempo y sigue moldeando las políticas y actitudes hacia los grupos étnicos en regiones como La Guajira.
Los pueblos indígenas, como los Wayuu, Kogi, Wiwa, Arahuaco y Kankuamo, no solo han enfrentado la marginación política y económica, sino también la desvalorización de su cosmovisión. Desde su Ley de Origen, se evidencia un pensamiento colectivo, en el espíritu de preservación y respeto a la Madre Tierra.
Según los manos, es el eje fundamental en la conservación del equilibrio con el universo. Para ellos, la biodiversidad de La Guajira no es un recurso, sino un sistema vivo e interconectado en el que los humanos son una parte más del ciclo natural. El territorio es sagrado, y la vida espiritual y cultural depende de la conservación de ese equilibrio. Esta visión contrasta radicalmente con el enfoque extractivista del Estado y las empresas, que heredan esa lógica europea de dominación y explotación de la tierra como un recurso meramente económico.
Los Wayuu, por ejemplo, entienden que la biodiversidad no solo proporciona alimentos y materiales para su sustento, sino que es también la base de su vida espiritual. Las plantas, los animales y los elementos del paisaje, están conectados con el tejido cultural y simbólico que define su visión del mundo. Para los Kogi, Wiwa, Arahuaco y Kankuamo, la Sierra Nevada de Santa Marta, y las áreas circundantes, no son simples territorios para explotar, sino el corazón del mundo, un lugar sagrado donde el equilibrio entre las fuerzas de la naturaleza y la humanidad debe ser mantenido.
La explotación del carbón, la minería y otras actividades extractivas en La Guajira, que promueven el desarrollo económico en detrimento de la biodiversidad, son una prolongación de las proyecciones europeas que, desde la época de la conquista, despojaron a la naturaleza de su carácter sagrado. Para los grupos étnicos de La Guajira, sin embargo, la biodiversidad sigue siendo una entidad viviente con la que coexisten, no un bien a ser explotado. Su resistencia cultural y ecológica es una respuesta directa a siglos de imposición de modelos que separan lo humano de lo natural.
En este sentido, la COP16 plantea una oportunidad para revisar las políticas globales en torno al cambio climático y la biodiversidad, incorporando una visión que respete y valore las cosmovisiones de los pueblos indígenas. La biodiversidad de La Guajira no puede ser preservada únicamente con normas externas, sino que debe tener en cuenta los conocimientos y prácticas tradicionales de los pueblos que la habitan.
Es fundamental reconocer que las taxonomías identitarias y simbólicas impuestas desde la colonización europea han perpetuado una serie de desequilibrios que no solo afectan a la biodiversidad, sino también a las formas de vida de los grupos étnicos. La lucha por la conservación no es solo una cuestión de política ambiental, sino también una disputa por el reconocimiento de una relación más profunda y respetuosa entre cultura y naturaleza, una lección que los pueblos indígenas de La Guajira han sabido mantener viva a lo largo de los siglos.
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