Fotos: Ricardo Rondón
Es tan arraigado el fervor que don Luis Alberto Rodríguez Rodríguez profesa por la zapatería, que ni el accidente en bicicleta que sufrió hace unos días lo ha hecho desistir del oficio con el que se ha ganado la vida desde muchacho, y él que, songo sorongo, se asoma a los 80.
¿Pero quién en sus cabales, a esa edad, se trepa a un ‘burro’ de cicla turismera, galápago empinado, farola de dínamo, parrilla y campanilla? ¡Pues el obstinado de ‘Luchito’!, como lo conoce su clientela de años en la Unidad Residencial Colseguros, uno de los consorcios habitacionales más antiguos de Bogotá, al frente del edificio en ruinas que fue la Fábrica de Cervecería Andina, por la avenida 30.
Allí, en esa inmensa mole de ladrillo y cemento, sembrada en los potreros de Ferrocarriles Nacionales, con más de 500 apartamentos, y colegio propio, que la firma Colseguros construyó en 1964; en el local 9, de la torre 1, vive y despacha don Luis Alberto, uno de los últimos zapateros remendones que, «por mi Dios paciencia», como decían los chapines criollos, quedan activos en algunos puntos de la capital.
Don ‘Luchito’ se duele, pero aguanta, y aprieta las carracas mientras soba pomada color yema de huevo en magulladuras de codos y cuadril. Lo que más le hiere, expresa, es que los del tránsito se hayan llevado a Patios su amada bicicleta Champion, “y los engorrosos trámites que hay que hacer para rescatarla”, rezonga el profesional en el arreglo de tapas, tacones, suelas y remiendos.
-¿Y cómo fue el accidente, don Luchito?
La bicicleta la tengo hace 40 años. En ella he ido mil veces al Restrepo a comprar materiales de trabajo. Iba por la carrera 27, como con calle 9ª, cuando ¡pum!, perdí reflejos y ¡zas! al pavimento. Un motociclista se estrelló con la Champion, y quedó retorcida como un 8. El hombre también se pegó su guarapazo. Al rato nos atendieron en una ambulancia. Moto y cicla fueron a parar a Patios. Gracias a Dios no sufrí facturas. Solo morados e hinchazones.
-Menos mal. Pero, hasta que le llegó el tatequieto, ¿verdad?
Sí, quieto ahí. Los dos hijos que tengo, Laura y César Augusto, profesores ambos, me jalaron las orejas por la terquedad, y con justa razón. De ahora en adelante me tocará en los buses azules (SITP), y en transmilenio. Queda pendiente recuperar la bicicleta, por la que siento gran cariño, porque me ha llevado a donde he querido, y quiero conservarla como pieza de museo.
La vida entre chagualos
El espacio laboral de don Luchito es limpio y ordenado. En realidad, es un apartamento que él adaptó hace 23 años para que la sala – comedor sirviera de taller, y el resto: dormitorio, cocina, baño, y un nicho con poceta de lavar ropas.
En el taller está la máquina remontadora, dos estanterías para acomodar zapatos, tres taburetes, un sofá de cuero; el cajón y la silleta del remendón con su horma de hierro, pies de madera, agujas, punzones, sacabocados, remachadoras, martillos, leznas, alicates, tenazas, cortafríos, limas, tarros de pegante; un bife donde reposan un televisor y una máquina cerrajera, porque Luchito también presta servicios de hacer llaves y destrabar cerraduras.
Nacido en la entraña de un hogar humilde de Cajicá, con 7 hermanos en cabeza de un padre agricultor y una madre de entre casa, a Luis Alberto Rodríguez le cortaron el ombligo en el Hospital La Samaritana. Cursó hasta 5° de primaria, y ya quinceañero encontró trabajo como mensajero en una oficina de exportaciones. Dos años más tarde se fue a prestar servicio militar a la base aérea de Madrid, y recién salido ancló en el Santa Fe, según él, el barrio donde nacieron las zapaterías.
-¿Don Luchito, ¿acaso no fue en el Restrepo?
No señor. Fue en el Santa Fe, cuando era un barrio de gente decente y casas bonitas, no como el peligro y la vagabundería en que hoy se encuentra. Este oficio se lo aprendí a don Silverio Galeano, el papá de los zapateros remendones. Fui su ayudante, y a la vez aprendí viendo. Como era pelado y recién salido del cuartel, sin un céntimo en el bolsillo, él me arregló un catre para que durmiera en el taller.
Don Silverio me mandaba a comprar los materiales al centro, y yo empezaba a cambiar y poner tapas, suelas, tacones, y pulir con una maquinita de motor de 4 caballos. El calzado que llegaba era de buen cuero, forrado en badana. Duraba años. Se acababa por debajo, pero para eso la remonta. Lo que llegaba más seguido era el cambio de tacones puntilla, que las damas lucían con medias veladas, mucho antes de que estiraran pantalones y se acabara la belleza y la gracia.
Zombolas, el griego
Si le digo que el Santa Fe fue el barrio fundador de las zapaterías en la Bogotá chiquita de esa época, es porque uno de los fabricantes que inició allá la industria del calzado fue don Aquiles Zombolas, un señor griego, excelente patrón, para quien trabajé 10 años. Como el negocio era pulpo, de ahí se pegaron otros fabricantes que abrieron almacenes como Calzado Michel. Lo del Restrepo fue después.
Como yo no tenía un plante para comprar maquinaria y abrir mi propio negocio, me dediqué a la remonta independiente. De ese tiempo, al sol que nos alumbra, pasé por varios locales. Me casé, engendré dos hijos, me separé. Hoy vivo solo con Terry, mi perrito lanetas.
Hace 23 años estoy aquí en la Unidad Residencial Colseguros donde todos los vecinos me conocen y me traen trabajito diario con los zapatos, mandar a hacer llaves y arreglar cerraduras, o simplemente por visitar al amigo zapatero, tomar tinto y chismosear.
Todo esto narra el veterano cirujano de chagualos a las 10 de la mañana, mientras el periodista Yesid Aguilar Palomino, con gafas de ciego, recostado en el sofá de cuero color salmón, comparte con una cinematográfica dama rubia entrada en años, tragos de whisky con palitos de chuchuguaza, que pasan a media lengua como si fuera un jarabe.
El zapatero los mira de reojo y esboza una sonrisa pícara.
De capa y transistor
Don Luchito añade que de chico quiso ser torero como Sebastián Palomo Linares que también fue zapatero, y que aprendió las artes del remiendo y la tachuela con don Pedro, el de Linares. Pero que también le ilusionaba ser figura del ciclismo como Martín Emilio ‘Cochise’ Rodríguez, cuando la emoción por la Vuelta a Colombia en Bicicleta lo embargaba hasta las lágrimas con las vibrantes narraciones de Julio Arrastía Bricca, Pastor Londoño Pasos, y más cercano, el ‘Poeta’ Rubén Darío Arcila.
«Qué grandes todos ellos. Uno, pegado al transistor, veía, sudaba y lloraba la competencia con la elegante forma de narrar de esos maestros. Pero ni ciclista ni torero. Solo zapatero. Por un amigo de juventud, Jaime Contreras, volié capa en algunas becerradas. Pero para ese arte hay que tener muchos huevos. Y, de la fiebre del ciclismo, me queda la turismera, vuelta un 8 por el accidente. Tengo que ir a rescatarla, y a ver qué genio me la endereza», profiere don Lucho.
La nostalgia es contagiosa, y el venerable remendón insufla la memoria del sentido tango ‘Tiempos viejos’, en esa estrofa húmeda que reza:
Te acordás hermano, qué tiempos aquellos/ veinticinco abriles que no volverán,/ veinticinco abriles, volver a tenerlos…/ Si cuando me acuerdo, me pongo a llorar.
Pero, por ese mismo carril, el de la locomotora de la añoranza, los versos de la Oración por el Zapatero, del poeta Ramón Cote Baraibar:
Por sus manos olorosas a pegante, precedidas por el protocolo de la intimidación, cruzó nuestra infancia. En ese país profundo que se aloja al fondo de los zapatos, sus dedos intentaron corregir el error de sus actos.
Afuera, amarrado a una columna, chilla Terry, la mascota del remendón.
-¡Ay, ya voy, mijito!, hora de sus medias nueves-, afana don Lucho.
-¿Y por qué lo amarra?-, le reclamo.
-Porque es muy loco, y se pierde, y es la única compañía que me queda.
En el sofá de cuero color salmón se trenza una escena candente que desearía don Pedro Almodóvar.
Y el lanetas no para de ladrar.
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