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La semana pasada se celebró en Lima una nueva edición del Foro de Cooperación Asia-Pacifico (APEC) que, aparte de sus conclusiones oficiales, nos dejó enseñanzas importantes. La primera, que la sola realización de este foro es una clara demostración de que el proyecto de reeditar la Guerra Fría (años 50, 60 y 70 del siglo pasado), por parte de Biden y de Trump, tiene pocas o nulas posibilidades de llevarse a cabo. Porque, entre las más notorias diferencias entre aquellos años y los nuestros, figuran en primer lugar el formidable entrelazamiento de las economías tanto del Occidente colectivo como del Sur global. Se necesitan tanto las unas a las otras que solo pagando un alto precio en términos económicos y sociales puede un país como Estados Unidos de América desengancharse de la economía china e incluso de la rusa. Durante todo el tiempo que han durado las sanciones impuestas a Moscú, Washington no ha dejado de comprarle uranio. Y desde hace dos años Estados Unidos está comprando petróleo a Venezuela, pese a las 931 sanciones ilegales que todavía pesan sobre su gobierno.
Esta interdependencia es la que, a mi juicio, explica que a dicho foro económico concurrieran, aparte de Australia, Brunéi, Canadá, Chile, Corea del Sur, Filipinas, Indonesia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur y Tailandia, Estados Unidos, China y ¡Rusia! Para nuestra fortuna los beneficios de la cooperación económica mutuamente beneficiosa entre todos los países, aún prevalecen sobre los de la confrontación y la hostilidad. Por mucho que los halcones de Washington, representantes políticos del complejo industrial-militar, quieran impedirlo.
Tal y como lo demostraron una vez más en la cumbre de Lima. Para empezar, el Comando Sur pidió y consiguió autorización del parlamento peruano para el ingreso de 600 soldados fuertemente armados con el fin de “proteger” a su delegación encabezada por el presidente Biden. El envío de este pequeño ejército no tuvo equivalente en ninguna de otra de las delegaciones, que confiaron en equipos de seguridad muchísimo más pequeños y en el trabajo de los 8.200 policías desplegados por el gobierno peruano para garantizar la seguridad del evento. ¿Simple paranoia? ¿O deseo de enviar el mensaje a sus rivales de que Perú es su backyard, su patio trasero?
La mayor resonancia tuvo que ver con el megapuerto de aguas profundas de Chancay, situado al norte de Lima, construido por China
Sea cual sea la respuesta a estas preguntas, esta demostración excesiva de fuerza no fue la única. La de mayor resonancia tuvo que ver con el mega puerto de aguas profundas de Chancay, situado al norte de Lima, construido por China y operado por sociedad en la participa la empresa china Cosco Ships (60%) y Transition Metal perteneciente al holding Integra Capital del empresario y exministro argentino José Luis Manzano (40 %). Lo inauguraron los presidentes Xi Jinping de China y Dina Boluarte del Perú, en una ceremonia especialmente concurrida. Pero que no fue para nada del agrado de Washington, a juzgar las informaciones de los medios anglosajones sobre el evento, que siguieron la línea de crítica al megapuerto marcada por un artículo publicado por Robert Evan Ellis -destacado investigador del Instituto de Estudios Estratégicos del Ejército americano- en el sitio Red China & América Latina. Para Evan Ellis el puerto de Chancay es poco menos que una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos porque, debido a su profundidad y la calidad de sus prestaciones, permite el atraque de buques de guerra chinos y el desembarco de tropas de dicho país en el Perú. Piensa el ladrón que todos son de su condición.
Beijing está embarcada en un ambicioso programa de construcción de infraestructuras, Washington, por el contrario, está empeñada en demonizar a las empresas chinas en el continente
Este episodio escenificó además una diferencia crucial entre las políticas hacia el América Latina de Washington y Beijing. Mientras esta última está embarcada en un ambicioso programa de construcción de infraestructuras que estimulan el comercio y el desarrollo económico en cada país, en el marco de una política de cooperación y mutuo beneficio, Washington, por el contrario, está empeñada en demonizar a las empresas chinas en el continente y en arrastrar a nuestras fuerzas armadas a la guerra que planean desatar contra el gigante asiático en 2026, según documentos del Pentágono.
La última lección que extraigo de la cumbre de APEC de Lima -en la que no estuvimos porque inexplicablemente no somos miembros de dicha asociación- es la de que Colombia carece de una política exterior que le permita sortear con éxito la compleja coyuntura mundial, caracterizada por la irrupción de un mundo multipolar y los esfuerzos desesperados del Occidente colectivo por impedirlo. Con sanciones y mano militar principalmente. La que tenemos, si es que a la que tenemos se le puede llamar política, no nos sirve de mucho. Como lo prueba la equivocación del presidente Petro de entrometerse en la reciente campaña electoral con su apoyo público a la candidata demócrata Kamala Harris. Así como la de Luis Guillermo Murillo, nuestro ministro de Relaciones Exteriores, que a las 8 de la noche del mismo día de las pasadas elecciones presidenciales en Venezuela, publicó un mensaje en las redes poniendo en duda los primeros informes oficiales sobre el resultado de las mismas. Y que no tuvo ningún empacho en unirse de inmediato a la campaña de exigir las actas promovida por la administración Biden como pretexto para no reconocer la legitimidad de la reelección del presidente Nicolás Maduro.
A nuestro ministro le tengo una noticia: el presidente Lula viene de declarar que “los problemas de Venezuela no son asuntos de Brasil. Cada país debe buscar la manera de solucionar sus conflictos a través de sus instituciones”. Refiriéndose a la exigencia al gobierno venezolano de presentar las actas de la pasada campaña electoral –las mismas que fueron legitimadas por el Tribunal superior de la república bolivariana- afirmó: “yo no tengo ningún derecho a cuestionar las decisiones de las cortes supremas de otros países” Y concluyó: “no quiero que ningún país haga lo propio con la mía”. Así de claro y de simple.
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