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Ya sabemos que la lluvia nos visita en estas semanas recientes y que puede ser muy recia en varias regiones del país, generando calamidades en campos y ciudades, retándonos a la solidaridad y a la capacidad de variar planes y agendas cotidianas; el azar del clima nos azota y nos previene sobre la necesidad de asumir sus riesgos más significativos: inundaciones, derrumbes, calamidades familiares y vecinales. El período de lluvias, sin duda, es un llamado a asumir las vulnerabilidades presentes en nuestras actuales formas de habitar; sin embargo, en otro horizonte, es un momento especial que en las estancias citadinas se vive con sentido de recogimiento y resguardo emocional.
Reportemos que en las orillas urbanas la lluvia no es solo agua que cae sobre techos y pavimentos; los temporales de ocasión generan un acto colectivo, un acontecimiento comunal, una coreografía incontrolable que transforma el paisaje y las emociones de quienes moran las villas aglomeradas. Las gotas que descienden trazan versos invisibles sobre el asfalto, escribiendo historias efímeras en charcos que reflejan los cielos grises, generando alteraciones e imaginaciones inesperadas. Cada tejado, cada calle y cada ventana se convierte en un tambor resonante, en un espejo de los temores y esperanzas de nuestras habitancias, en un eco del corazón latente de la ciudad.
En las esquinas, el bullicio de la urbe cede a murmullos de resignación y asombro, haciendo que todos los sentidos de los cuerpos citadinos se conmuevan. Los vendedores ambulantes improvisan techos de plástico, mientras en ciertas barriadas los niños saltan sobre los charcos como si fueran universos paralelos. Los aromas se intensifican: el olor metálico del agua sobre el cemento sube hacia nuestros olfatos, la humedad que se filtra en los árboles produce cambios de tono en el follaje urbano, y el aroma de café tostado y colado sale de las cafeterías, abrazando a quienes se agolpan en andenes resistiendo a la lluvia. Cuando cae un diluvio y la humanidad se logra resguardar en un rincón caliente, para observar en lontananza el movimiento y la conmoción que producen las nubes al descender, no es posible dejar de sentir como si un bolero nos visitara la existencia.
El chaparrón revela patrones invisibles de convivencia y protección
El chaparrón revela patrones invisibles de convivencia y protección. Los peatones se agrupan bajo los alerones, los taxis multiplican su valor simbólico como refugios temporales, y los ciclistas y motociclistas se envuelven en bolsas y trajes plásticos que más parecen armaduras contra un enemigo inevitable. El chubasco no discrimina, pero sí expone las desigualdades: mientras algunos corren hacia techos seguros, otros permanecen en su intemperie cotidiana, resignificados por el aguacero, afrontando su existencia a cielo abierto, saltando entre las aguas aposentadas en charcos que recuerdan cómo la vida y sus temperaturas son contingencia y eventualidad permanente.
La ciudad bajo la lluvia es un laboratorio de emociones colectivas, un episodio nostálgico que recuerda que somos seres sometidos a condiciones de vida que nos exceden y trascienden. Entre los paraguas que se cruzan y las calles que se vuelven ríos, surgen nuevas formas de habitar la casa, la tienda, la cafetería, el parque, la avenida; se tejen así redes invisibles de empatía y adaptación al entorno que cada quien vivencia a su manera. Las gotas de agua, en su insistente caer, nos recuerdan que la villa urbana también siente, se moja, y renace con cada temporal. Ya después vendrá el sol bullicioso, con sus rayos, a contrastar las humedades y los silencios.
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