Opinión
Esta mañana fue distinta, mientras trotaba iba oyendo los acontecimientos políticos de Venezuela
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Lo había echado de menos en los últimos días. Seguramente estaría en Venezuela visitando a su familia como suele hacerlo cada par de meses. Creo haberle oído en otra ocasión que es oriundo de Mérida; aunque no podría asegurarlo. Esta mañana de azul inapelable —y desde la distancia— volví a ver los colores de la carpa de su negocio de jugos de naranja: ahora toda una institución del barrio. Tuve una pequeña dicha de saber que estaba ahí. Seguro que por su condición de migrante me he convencido de que un día ya no volverá más. Aquel que se va de su casa siempre se vive yendo. Pero aclaro, este no es un tipo cualquiera. Ernesto y su desparpajo han cambiado a esa esquina que habita —que lo anticipa y lo define— desde hace un par de años. Cuando me ve pasar corriendo me saluda y me da un grito de aliento. Vamos don Camilo, dice con su voz de barítono callejero. Le respondo, buena “Nesto». Pero no soy el único. Por alguna habilidad sobrenatural, atribuible a su inmenso carisma, se sabe el nombre y la vida de docenas de personas que con frecuencia le compran un jugo. Muchos se quedan un par de minutos haciéndole visita en la banca de madera sembrada a un par de centímetros del puesto. Le gusta hablar con los ancianos pensionados que recorren el parque para hacer malabares con el tiempo libre. Ernesto sabe quién es quién y esa es su gran virtud y su sorprendente estrategia. Ha sabido granjearse el cariño de los típicos transeúntes bogotanos, tan afanados y tan antipáticos, convirtiéndolos en seres sonrientes e inusuales que responden el saludo de un extraño. Quizás porque Ernesto ya no es un extraño. Hace un tiempo me contó su historia y cómo llegó a vender jugos. De cómo aprendió una forma de exprimir las naranjas usando principios básicos de la mecánica y de esa manera diseño su máquina de trabajo. Sin embargo se guardó el secreto —su fórmula humana— para atraer tanta clientela. Porque tal vez no es un secreto aquello que sabemos pero que nos negamos a poner en práctica: la amabilidad. Pero esta mañana fue distinta, mientras trotaba iba oyendo los acontecimientos políticos de Venezuela. . Oía con atención cómo la opinión de los periodistas se mezclaba con la melaza de la ingenuidad y el deseo. Por eso cuando pasé cambié mi saludo. Hoy le grité, Ernesto hoy caen. A lo que me respondió con una profunda carcajada. Supongo que sabía que yo no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo. Metros más adelante me di cuenta de mi candidez quinceañera. Me quedaba un largo trecho por correr. Antes de terminar, el inefable Maduro se proclamaba casi así mismo presidente; sin votos suficientes, pero si con mucho complicidad que lo respalda. De súbito sentí algo parecido a la tristeza, una pequeña desilusión amparada probablemente en esa idea vieja y en desuso que es la democracia liberal que me enseñaron en la facultad en la primera clase. Pensé en Ernesto y La naranja feliz, como se llama su negocio. Recordé su carcajada y supuse que era su forma de defenderse ante la impiedad del régimen y sus áulicos —los de primera fila y los que se esconden entre la maleza de sus discursos—. La mañana se acabó rápidamente y aquel augurio siniestro sucedió: nada pasó. La quietud que sacia al tirano. Supongo que no se puede comparar mi peregrina tristeza frente a los que sintieron millones hoy. Lo que también con seguridad sintió Ernesto, pero que no le impidió seguir pisando el pedal que le ayuda a exprimir naranjas, casi todas las mañanas, en esa esquina cada vez más suya.
Del mismo autor: Adios a Sabina
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