En Colombia el que no corre, vuela con los dineros públicos. Este problema mina la confianza en las instituciones, perpetúa la desigualdad y refuerza la impunidad
Por: Stella Ramirez G.
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
La corrupción en Colombia, como en muchos otros países, es un problema sistémico que mina la confianza en las instituciones, impide el desarrollo equitativo y perpetúa la desigualdad. La percepción de impunidad, respaldada por cifras alarmantes sobre la baja tasa de condenas, refuerza la idea de que las élites políticas y económicas están por encima de la ley.
El hecho de que la corrupción se centre en la esfera política en lugar de la administrativa no es un alivio, sino un problema aún más grave. La política define las reglas del juego para el resto de la sociedad, y si la clase dirigente está comprometida con prácticas corruptas, el mensaje implícito es que el delito paga y que las instituciones de control son —ineficaces o cómplices—.
La reacción predecible de los implicados —negaciones rotundas, victimización, acusaciones de persecución política— es una estrategia recurrente que busca diluir responsabilidades y mantener el statu quo. Sin reformas estructurales en la justicia, en los mecanismos de control y en la financiación de campañas políticas, la corrupción seguirá siendo una de las principales lacras del país.
El desafío no es solo combatir la corrupción de manera efectiva, sino también cambiar la cultura de impunidad que la sostiene. Esto requiere presión ciudadana constante, periodismo de investigación independiente, organismos de control verdaderamente autónomos y una justicia que actúe con celeridad y contundencia. Sin estas condiciones, la indignación pública será solo un eco más en un sistema que, hasta ahora, ha demostrado ser resistente al cambio.
«Yo no fuí, y me están calumniando» serán las frases que más escucharemos por estos días.
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