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“El único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla.”
Nicolás Maquiavelo
La ciudad, ese conjunto amorfo de estructuras, vías y personas, se ha convertido, en algunos casos, en esa figurativa jungla de asfalto, concreto y suciedad que, gracias a la acción de sus habitantes, se vuelve un entorno agresivo para ellos mismos; todo porque se ha perdido el sentido de pertenencia y porque al Estado, específicamente a los directivos municipales, poco les importa ese espacio que cohabitan y que solo ven como un espacio que les permite lucrarse y aprovechar los privilegios que les otorga el poder.
Todo entorno urbano, desde que el ser humano se empezó a agrupar en comunidades complejas, termina siendo agreste y brutal pese a que en ese espacio se puedan hallar oasis de cultura, verdadera cultura, o áreas cubiertas de naturaleza que, a menudo, sufren del mismo impacto agresivo que predomina en el espacio residencial, comercial y productivo que las rodea.
Bogotá era considerada La Atenas de Sudamérica y hoy no pasa de ser una ciudad caótica que, desafortunadamente, no ha tenido en los últimos años un alcalde que realmente sienta compasión por esta urbe que se hunde en el ruido, la suciedad, el caos vehicular, el grafiteo indiscriminado y la delincuencia
El ruido:
Pese a que hace poco se aprobó en el senado de Colombia una ley que busca disminuir los niveles de contaminación auditiva en el país, Bogotá está agobiada por el ruido. Basta caminar por sectores comerciales, parques públicos, áreas residenciales o subirse a un vehículo de transporte público para ser agredido por una cacofonía incoherente que muele vallenatos, reguetón, rancheras, merengues, salsa o cualquier ritmo “popular” aderezados con pregoneros que predican las bondades del aguacate o la pomada de mariguana.
No contentos con vivir en medio de esa algarabía opresiva no falta el “vecino” desconsiderado que, para celebrar el cumpleaños o cualquier cosa, excusas no le faltan, tortura a los que lo rodean ubicando esos instrumentos de tortura acústica llamados parlantes en el espacio comunitario para atormentar con su retumbe de bajos y agudos a aquellos que ruegan al cielo que el salvaje se compadezca y les permita el merecido reposo pues, este indolente individuo, puede estar al mando de su molienda de ruido, incluso, por periodos que superan las 12 horas continuas.
Y ni se moleste en reclamar o en acudir al apoyo de las autoridades pues corre el riesgo de ser agredido de manera verbal y física por el energúmeno dueño de la discoteca comunitaria y, en caso de que, milagrosamente, aparezca el apoyo policial termine siendo solo un motivo para que el desconsiderado, luego del inútil llamado de atención de los gendarmes, le suba aun mas el volumen como retaliación por reclamar su merecido derecho al descanso y la tranquilidad.
El caos vehicular:
Desde el peatón desconsiderado, el ciclista prepotente, el motociclista salvaje, el automovilista impenitente y el transportista inmisericorde, el aspecto vial de la ciudad nos muestra la falta total de respeto por las más elementales normas de tráfico.
Ese peatón que torea con destreza a los vehículos al intentar pasar la transitada avenida o no respeta el semáforo peatonal; ese ciclista que, montado en su caballito de acero, se sube como loco en los andenes, circula fuera de la vía exclusiva para él, se abalanza como loco sobre los viandantes en los pasos peatonales elevados o va indiferente a todo en contravía; ese motorizado que no respeta el alto del semáforo, que se sube al anden para sortear el atasco vehicular o intenta temerariamente adelantar al vehículo por la derecha; pero, claro, luego aumenta el tonelaje del vehículo y la imprudencia porque mientras más grande el automóvil mayor es la violencia que se ejerce sobre los demás y es ahí donde destaca el conductor imprudente al que tampoco le interesa el alto señalado por la luz roja del irrespetado semáforo, que circula a velocidades alucinantes aun cuando conduzca un vehículo de transporte público o de carga pesada; esos que se intoxican etílicamente y juegan a la ruleta rusa poniendo en riesgo a transeúntes inocentes; en fin, que en este aspecto sobra la incultura y reina la agresión.
La suciedad:
Basta circular por ciertas zonas de la ciudad para disfrutar de una variada gama de olores que van desde el de los detritus humanos hasta el de la “droga divertida”; hay espacios, especialmente en el centro de Bogotá, que no tienen nada que envidiarle a la más asquerosa descripción de un muladar o un relleno sanitario cualquiera. En medio de paredes grafiteadas, casas derruidas, avisos y carteles, andenes estrechos y sucios, dormitorios de indigencia, lupanares ocultos y todo un muestrario de abandono se pasean los turistas disfrutando del desorden tan pintoresco que, probablemente, no existe en sus ciudades de origen y que, para nosotros, es tan solo el día a día de una ciudad que agrede, gracias a la desidia de sus burgomaestres, de manera continua al ciudadano.
Se abomina del orden pues se considera contrario al libre “desarrollo de la personalidad”, se desprecia el muro limpio y pintado pues termina agredido por el “artista del grafiti” bajo la mirada cómplice de la autoridad que defiende esa “sana expresión artística” cuando eso no es más que una hipócrita excusa populista porque, es posible, que el alcalde de turno viva en un espacio libre de detritus, grafitis, basura y cloacas al aire libre, mientras los demás debemos soportar que el hogar común se desintegre por la falta de cultura ciudadana y de autoridad verdadera.
Podría extenderme aún más hablando del sistema de transporte público lleno de miserias, de las consecuencias lamentables de la delincuencia desatada, del desorden infinito que nace de causas como, por ejemplo, ese desapego total por la ciudad, ya que quedan muy pocos que realmente quieran a Bogotá pues el “rolo”, “el cachaco”, ese santafereño de pura cepa se ha ido extinguiendo lentamente. La ciudad es ahora un macrocosmos donde la población desplazada de otras regiones solo ve un conglomerado de asfalto, concreto y líneas eléctricas por el que no sienten nada y que solo les recuerda lo lejos que está su vida en lejanas regiones de la geografía nacional.
No hay sentido de pertenencia pues el entorno es agresivo, la ciudad es una fiera amenazante, el ruido atormenta, la suciedad se impregna en el cuerpo, el que nos rodea es un enemigo, los niveles de estrés se elevan cada vez que hay que abandonar la seguridad del hogar para subir al transporte público, caminar por calles hediondas, visualizar el entorno lleno de pintoreteadas sin sentido, sentir la acechanza constante del delincuente que subsiste gracias a la falta de autoridad, a la desconexión humana de una ciudad que de ser la Atenas Sudamericana se ha convertido en el Agujero Negro de Calcuta.
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