Del martirio de Pedro al cónclave actual, el papado ha oscilado entre santos, poder y reformas. Hoy se disputa su rumbo entre progreso y tradición
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Desde que el apóstol Simón fue rebautizado Pedro por Jesús, para cimentar la nueva iglesia caracterizada por la austeridad y el sacrificio alimentados por una profunda espiritualidad que con su fe soportó crucifixiones y entre combates de gladiadores, se resignaron a ser destrozados por las fieras en los coliseos.
Por el papado romano, a lo largo de dos milenios, han pasado toda clase de personajes: santos ejemplares y corruptos lujosamente emperifollados, favoreciendo a sus hijos y amigos, vendiendo indulgencias como tiquetes de entrada al cielo prometido, financiando a los grandes artistas, coronando y descoronando reyes que les compartían sus riquezas; organizando guerras de conquista como las Cruzadas; y en medio de intrigas, venenos y toda clase de carnales amores clandestinos, debatiéndose entre favorecer a su grey y a la humanidad perseguida por los nuevos Nerones, y Atilas, o ligarse al poder económico y político predominante en distintas épocas.
Aunque algunos jerarcas digan que el reino de la religión es más espiritual que terrenal, lo cierto es que los cismas que en distintos siglos se dieron en la iglesia católica y originaron nuevas congregaciones, tuvieron origen en motivos personales, económicos y políticos, como cuando Enrique VIII de Inglaterra, decidió fundar el anglicanismo debido a que Clemente VII, conocido como el Papa Medici, no quiso divorciarlo de su primera esposa Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos: Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, quienes patrocinaron a Colón en la conquista y evangelización de América armados del recién inventado arcabuz, la espada y la cruz.
Para hablar solo de Papas más recientes, en nuestro país, en la segunda mitad del siglo XIX, tuvo gran influencia Pío IX, quien chantajeando al presidente Rafael Núñez con aceptarle el divorcio de su primera esposa y casarlo con Soledad Román, logró que le firmara el Concordato, mediante el cual revirtió la educación laica adoptada durante los gobiernos de los liberales radicales y de nuevo se la entregó a la iglesia católica, y en medio de guerras civiles entre liberales y conservadores desencadenó desde los pulpitos una feroz campaña de persecución al liberalismo alimentada por sacerdotes fanáticos como el agustino Ezequiel Moreno, canonizado por Juan Pablo II, y varios obispos y sacerdotes como los monseñores Botero y Builes, mentor de los laureanistas, quienes desde los pulpitos sermoneaban que “el liberalismo era pecado mortal” y matar “rojos” no era pecado.
A Pío XII, ex nuncio apostólico en la Alemania de Hitler en ascenso, se lo acusó de complicidad con el fascismo de Mussolini y el nazismo.
Juan XXIII fue el Papa que sacudió a la iglesia tradicional al convocar el concilio Vaticano II, que impulsó grandes cambios al retomar el compromiso con los perseguidos y pobres, como lo hacían los pastores en las catacumbas romanas y transformaciones en ritos como la misa, que se tradujo del latín a otros idiomas, los sacerdotes dejaron de darle la espalda a los fieles y cambiaron la sotana por el clerigman.
Gracias a esos aires renovadores en Europa surgieron los llamados “curas obreros” y en Latinoamérica nació la Teología de la Liberación, con sacerdotes trabajando por mejorar las condiciones de vida materiales y espirituales de las comunidades, como el monseñor Valencia Cano, y revolucionarios como Camilo Torres Restrepo, que se integró a la guerrilla del ELN, muriendo en combate, los españoles que lo sucedieron en la cúpula de esa organización: los curas Pérez y Domingo Laín y en Nicaragua el sacerdote Ernesto Cardenal apoyando la revolución sandinista.
Después de la “tibieza” del papado de Pablo VI, el progresismo y apertura de la iglesia impulsado por Juan XXIII, fue reemplazado por un regreso al tradicionalismo encarnado por el polaco Juan Pablo II, quien aliado con los ultraconservadores: Margaret Thatcher, primera ministra de Inglaterra y Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, lideraron la cruzada contra el comunismo y por la implantación del neoliberalismo.
El hecho de que Juan Pablo II haya nombrado al cuestionado arzobispo colombiano Alfonso López Trujillo, como “Obispo de cardenales” en noviembre de 2001 y en 1990, Jefe del Consejo Pontificio para la Familia, muestra el talante político de ese papado.
Al morir Juan Pablo II, cuando en el conclave, el argentino Bergoglio se perfilaba como seguro sucesor, el cabildeo entre cardenales de López Trujillo, ayudó a que la elección se inclinara por Benedicto XVI, quien al no poder sortear el nido de alacranes en que se había convertido el Vaticano, prefirió renunciar, desencadenando, años más tarde su ascenso como Francisco I., conocido como el “gran reformador”, al retomar la senda aperturista y progresista abierta por Juan XXIII.
En el Conclave por elegir el reemplazo de Francisco I, miden fuerzas los amigos de continuar sus orientaciones renovadoras, la gran mayoría; los cardenales conservadores, más al estilo de Juan Pablo II; y los moderados, como Pablo VI y Benedicto XVI.
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