Con invitados de casas reales y fortunas multimillonarias, la boda unió a una familia noble británica y al clan empresarial más poderoso de Colombia
En Íllora, un pueblo andaluz de poco más de diez mil habitantes, todo cambió por un día. La lluvia, que suele ser motivo de queja, fue recibida con resignación y hasta con cierta emoción. Porque ese sábado no era sábado cualquiera. Ese sábado de mayo de 2016, Alejandro Santo Domingo, uno de los empresarios más ricos de Colombia, se casaba con Lady Charlotte Wellesley, hija del Duque de Wellington. Y el pueblo entero lo supo desde muy temprano.
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La calle Cuesta Hospital, que serpentea empinada hacia la iglesia de la Encarnación, se llenó de vecinos con paraguas. Algunos se instalaron allí desde la mañana, como si fueran a ver una procesión, pero lo que venía no era una imagen religiosa sino una postal de alta sociedad: trajes de gala, escoltas, cámaras de televisión y una fila interminable de coches negros con placas diplomáticas. El ambiente tenía algo de espectáculo, de evento social, de capítulo de revista, pero también de fiesta popular.
Charlotte llegó del brazo de su padre, Charles Wellesley, el actual duque. Llevaba un vestido blanco, sencillo y elegante, con mangas largas y escote caído. El velo, alborotado por el viento, parecía parte del paisaje. El templo, una iglesia del siglo XVI, fue decorado con flores discretas y música en vivo, interpretada por la Orquesta Ciudad de Granada y estudiantes del Conservatorio Reina Sofía. Allí, en un acto oficiado en dos idiomas —inglés y español— por el obispo anglicano de Londres y el arzobispo de Granada, se dijeron el “sí, quiero”.
Los invitados eran alrededor de 300. Entre ellos, personajes de la realeza europea y figuras del jet set internacional. El rey Juan Carlos de España fue el más aplaudido cuando bajó del coche, bajo la lluvia, con bastón en mano y traje azul oscuro. También llegaron Camilla, duquesa de Cornualles, con un vestido flamenco; Andrea Casiraghi y Tatiana Santo Domingo, sobrina del novio; la modelo Eva Herzigova; y el cantante James Blunt. Algunos saludaron, otros tomaron fotos del público. Era una boda, sí, pero también un desfile de nombres que suelen aparecer en las portadas de la prensa social.
Alejandro Santo Domingo, de 39 años en ese momento, es uno de los empresarios más influyentes del continente. Pero es discreto. Su fortuna, según estimaciones de Forbes, supera los 2.700 millones de dólares. Heredó el emporio familiar tras la muerte de su padre, Julio Mario Santo Domingo, y desde Nueva York maneja una red de negocios que abarca desde acciones importantes en Anheuser-Busch InBev, la cervecera más grande del mundo, medios de comunicación, fondos de inversión, bienes raíces y sus almacenes D1, que hoy en día es una de los negocios joya de la corona. Además, preside la junta del Wildlife Conservation Society y hace parte de los directorios del Metropolitan Museum y del Banco Colombia.
El novio estudió en Harvard y combina los negocios con el trabajo filantrópico. Su madre, Beatrice Dávila, también estaba presente, emocionada. La familia Santo Domingo no es dada a la exposición, pero cuando se trata de sus bodas, todo cambia. Ya había pasado en 2008, cuando Andrés Santo Domingo se casó en Cartagena con Lauren Davis y paralizó la ciudad amurallada.
Charlotte, por su parte, estudió en Oxford y trabajó como productora con el fotógrafo Mario Testino. La novia desciende de una de las familias más reconocidas del Reino Unido, con un árbol genealógico que incluye al duque que venció a Napoleón en Waterloo y a la realeza alemana por parte de su madre, la princesa Antonia de Prusia.
Después de la ceremonia, la fiesta se trasladó a la finca La Torre, una propiedad de 960 hectáreas en Alomartes, también en Íllora. Allí, bajo la lluvia aún persistente, los invitados fueron recibidos en un antiguo palacete rodeado de olivares. La finca pertenece al duque de Wellington y es uno de los destinos0020favoritos de figuras como el príncipe Carlos de Inglaterra.
La cena se sirvió en mesas largas, con manteles blancos y arreglos florales colgantes. Hubo velas, música, discursos cortos. A esas alturas, la mayoría de los asistentes ya se había olvidado del clima. Lady Charlotte cambió su vestido por uno más ligero para la recepción. El protocolo dio paso al festejo.
El pueblo, desde lejos, miraba con curiosidad. Algunos niños aún se asomaban en los márgenes del camino esperando ver salir otro coche elegante. Las banderas de Colombia, España y Reino Unido seguían ondeando en los balcones, y aunque los invitados se fueran, el nombre de Íllora ya había quedado marcado en los titulares. Para el alcalde, Antonio Salazar, la boda fue una oportunidad de oro: “Una emoción enorme”, dijo, “esperamos que sirva para que más gente conozca el municipio”. Ese sábado, por unas horas, Íllora dejó de ser un pueblo tranquilo. Se convirtió en escenario de una unión entre dos tradiciones: la británica, con sus duques y castillos, y la colombiana, con su discreto pero poderoso apellido Santo Domingo. Una boda que, aunque cerrada al público, fue observada por todos. Porque, como suele pasar con las grandes historias, a veces basta con mirar desde la acera.
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