La política del presidente de Estados Unidos avanza, pero no hasta el punto de poner fin al conflicto
Cuando escribo estas líneas aún no sé qué fue de lo que realmente hablaron ayer por teléfono Donald Trump y Vladimir Putin. De lo que sí estoy seguro es que en pocos meses el presidente de los Estados Unidos ha logrado notables avances en su política con respecto a la guerra de Ucrania, que es, en definitiva, una guerra contra la Federación Rusa. Estos son los avances. En primer lugar, ha conseguido que los países europeos de la OTAN hayan decidido incrementar su gasto militar al 3% del PIB y que la propia Comisión Europea, cabeza visible de la Unión Europea, haya sugerido que ese gasto podría subir hasta alcanzar el 5%. Trump formuló esta exigencia durante su anterior presidencia, sin que le hicieran demasiado caso. Le han bastado menos de cien días de su nuevo mandato para conseguirlo.
El segundo logro es político y mediático, es impresionante y es una demostración de cuan refinadas pueden llegar a ser sus estratagemas políticas. Trump ha conseguido legitimarse como el árbitro o el mediador que está realizando ingentes esfuerzos para conseguir que Putin y Zelenski lleguen a un acuerdo que ponga fin a la guerra de Ucrania. De hecho, el diálogo telefónico de ayer había sido presentado por la Casa Blanca, como parte del esfuerzo de Trump por desbloquear el diálogo entre Kiev y Moscú iniciado el viernes pasado en Estambul. Y el propio Trump se comprometió públicamente con llamar a Zelenzky y a los líderes europeos, inmediatamente después de la llamada a Putin, para comunicarles que respuesta le había dado Putin a su propuesta de paz.
A mí, y supongo que a todos los que tenemos memoria, esta metamorfosis milagrosa de sapo en príncipe, de principal beligerante en mediador neutral, me ha dejado atónito. Tiene sin embargo antecedentes. A lo largo de toda la pasada campaña electoral que le llevaría a la presidencia, Trump declaró que la guerra en Ucrania era responsabilidad de la incompetencia del presidente Joe Biden. Que si él hubiera estado al mando esta guerra no habría tenido lugar. Pasó por alto que, si es cierto que la guerra la inició el presidente Obama con la promoción del golpe de Estado del Maidán que en 2014 derrocó a Viktor Yanukóvic, él, sucesor de Obama, contribuyó significativamente a escalarla dando misiles de corto y mediano alcance a las fuerzas armadas ucranianas que combatían a las milicias en las regiones ruso parlantes del este país. Estaban formadas por los habitantes de dichas regiones que se alzaron en armas en respuesta tanto al golpe de Estado de Maidán, como a la prohibición de la lengua rusa y de la iglesia ortodoxa fiel al patriarca de Moscú impuestas por el régimen de Kiev. Trump lo confesó públicamente durante la agria polémica que tuvo con Zelensky en la Casa Blanca, semanas atrás y delante de las cámaras de televisión de medio mundo.
El tercer logro es imponer el relato de que la paz en Ucrania equivale a un cese el fuego inmediato. Su corolario: que el rechazo de dicho cese por Putin es una prueba de que realmente no quiere poner fin a los que Trump ha llamado repetidamente en público “una carnicería”. La identificación de estos dos términos resulta crucial para lograr la aceptación por la opinión pública de lo que sucederá inmediatamente después del cese el fuego. Por lo que no sorprende que, en su primera declaración pública sobre el contenido de su conversación telefónica de ayer con Putin, afirmara que “Rusia y Ucrania iniciaran inmediatamente negociaciones para un alto al fuego”. Algo que confirmó la versión oficial rusa de una conversación, que duró dos horas largas.
Trump se ciñe a la estrategia que el Deep State adoptó con firmeza desde la presidencia de Obama: desarmar a Rusia y cercar a China
Para entender mejor por qué el cese al fuego resulta crucial hay que tomar muy en cuenta que Trump, pese a su coqueteo público con Putin, se ciñe a la estrategia con respecto a Rusia y China que el Deep State, el Estado profundo, adoptó con toda firmeza desde la presidencia de Obama: desarmar a Rusia y cercar a China. A Rusia porque su armamento nuclear es de una potencia por lo menos igual al de los Estados Unidos. A China porque su tamaño, sus recursos humanos y su impresionante desarrollo económico y científico técnico le han convertido en la única potencia con capacidad de desafiar con éxito el dominio planetario de los Estados Unidos.
Fue bajo el gobierno de Obama que se puso en marcha el plan de dar un golpe de estado en Kiev y desencadenar una guerra civil en Ucrania, con el fin de atraer a Rusia a la trampa de una guerra en Ucrania. Y fue bajo el primer gobierno de Trump que se inició la guerra de aranceles con China, que él ha intensificado en su segundo mandato. Kissinger es el más destacado de los geopolíticos del Imperio que advirtieron sobre los riesgos de librar la guerra en dos frentes. No solo por los enormes problemas estrictamente militares que implica. También porque revertía el mayor logro estratégico conseguido por él y por el presidente Nixon: separar a China de Rusia. La guerra de Ucrania vendría a darle póstumamente la razón a Kissinger: ahora, de nuevo, como en los tiempos de Stalin y de Mao, la alianza entre China y Rusia resulta para ambos países absolutamente indispensable.
La firma del acuerdo de paz demandado por Putin, y destinado a resolver los problemas de fondo que desencadenaron la guerra en Ucrania, le permitiría a Estados Unidos atraer a Rusia y aislar a China para facilitar la realización del objetivo de cercarla y doblegarla. Creo, sin embargo, que Trump, aunque quisiera hacerlo, no está en posición de firmar dicho acuerdo. Los poderes económicos y políticos comprometidos con la continuación de la guerra en Ucrania, tanto en Estados Unidos como en Europa occidental, tienen la suficiente fuerza como para impedir que firme dicho acuerdo.
Por lo que se ha decantado por una fórmula intermedia: proponer a Rusia un alto el fuego, mantener unas interminables negociaciones de paz con ella, impulsar el rearme acelerado de la Unión Europea que tanto beneficia al complejo militar industrial de Estados Unidos, y dejar que tanto la UE como la Gran Bretaña se hagan cargo de “contener” a Rusia, enviando “fuerzas de paz” a territorio ucraniano para garantizar el cumplimiento de alto el fuego. Alto el fuego que esas mismas tropas podrían romper en función de la evolución del conflicto con la República Popular China. La cláusula oculta: mantener discretamente el apoyo militar de Estados Unidos a dichas tropas tanto en inteligencia como en logística. No se trataría entonces de atraer a Rusia sino de inmovilizarla en el frente europeo con la congelación sine die del conflicto ucraniano.
Los países europeos agrupados en la llamada Coalición de los dispuestos, encabezados por Francia y Gran Bretaña y Alemania, comparten el objetivo general de la estrategia del Deep State de anular a Rusia como gran potencia. Pero sus planes inmediatos son más radicales que los de Trump. Han declarado públicamente que apoyan sin fisuras la política liderada por Zelensky de continuar la guerra hasta obtener la recuperación de todas las regiones anexionadas por Rusia, incluida Crimea, que pretende además derrocar a Putin y llevarlo a un tribunal internacional que lo juzgue y condene por crímenes de guerra. Objetivos delirantes si se los contrasta con la realidad del frente ucraniano, donde los rusos prosiguen exitosamente su guerra de desgaste de las fuerzas armadas ucranianas. Delirantes también, si se contrastan con la solemne declaración rusa de que, si Francia, Reino Unido y eventualmente Alemania, envían tropas a Ucrania, en el marco del plan de Trump, dichas tropas, no serían consideradas tropas de paz sino tropas beligerantes, susceptibles de ser atacadas sin ningún miramiento. Ataques que convertirían de ipso facto a la guerra de Ucrania en una guerra europea. Antes incluso del año 2030, la fecha en la que, según los países de la Coalición de los dispuestos, estarán preparados militarmente para librar con éxito una guerra abierta contra Rusia. Pasan por alto que dicha guerra se convertirá desde las primeras horas en una guerra nuclear.
Cierto, Macron, Merz y Starmer – los líderes de Francia, Gran Bretaña y Alemania – podrían desdecirse y plegarse a los términos del plan de Trump: el cese el fuego, la partición de facto de Ucrania y el envío de tropas de paz como garantes de dicho cese. Podrían hacerlo porque, aunque sus intereses económicos y políticos son distintos de los defendidos por Trump, las diferencias no son tan agudas como para que no puedan llegar finalmente a un arreglo. En aras de mantener la alianza atlántica que para ambas partes resulta hoy tan vitales como le resulta a los chinos y los rusos su propia alianza.
La pregunta que sigue es: ¿qué hará Putin en esta situación? ¿Continuar la guerra en Ucrania hasta la derrota completa de los ejércitos ucranianos, confiando en que ni los países de la Coalición de los dispuestos ni los Estados Unidos se arriesguen una intervención militar masiva para remediarla? ¿O aceptar la propuesta de alto el fuego de Trump si este accede a que las tropas enviadas a Ucrania con el fin de garantizar el cumplimiento del alto el fuego, no serían europeas sino de otros países? ¿De India, Suráfrica y Brasil?
Por ahora, lo único cierto es que la guerra en Ucrania continúa.
Del mismo autor: Venezuela: el empoderamiento de las comunas
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