Las víctimas del conflicto armado aún cargan el peso del horror; el miedo persiste en una nación que escucha a los violentos y silencia al agraviado
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Tal vez no sea tan viejo para retroceder en el tiempo, en un viaje que nos conduzca a los inicios de la peor tragedia que ha vivido nuestro país, a la que todos conocemos como conflicto armado y el impacto social que ha dejado una huella indeleble en la memoria de quienes nos atrevemos a recordar, pero quizás no sea tan joven para desconocer que existieron tiempos oscuros, donde se perseguía al campesinado colombiano, en una caza de brujas por exterminar a un supuesto comunismo que solo existía, en la mente de quienes portaban las armas, más no en el pensamiento de las familias que humildemente resistíamos el abuso de quienes imponían su régimen de terror.
Muchos fuimos encarcelados en aquellos lugares que a día de hoy aún existen, que aunque los remodelen y luzcan coloridos, en el pasado de aquellos oscuros tiempos fueron la antesala del propio infierno, donde tuvimos que soportar toda clase de torturas, las que iniciaban con fuertes golpizas, choques eléctricos, y la temible bolsa de basura negra, a la que le trituraban galleta de sal, en donde introducían nuestras cabezas, lo que provocaba un desesperado ahogamiento, método utilizado por los organismos del Estado colombiano, con la macabra intención de obligarte a confesar una culpa creada, por quienes no conocían la piedad.
Campesinos desde los 18 años en adelante éramos encarcelados, bajo cargos de supuestos delitos graves que jamás habíamos cometido, solo por heredar los señalamientos de vivir en el único lugar que nos brindaba un refugio para sobrevivir “el campo”. Nuestras fincas o parcelas, eran la única barrera que establecía una delgada línea entre vivir en la miseria en los pueblos y ciudades, o morir de hambre. Pero nuestro mayor temor no eran sucumbir ante las necesidades que desde su existencia han perseguido al ser humano, aquí el miedo era a los hombres y mujeres que con rifles en mano se aparecían de manera imprevista en nuestras casas de bareque, quienes invadían el tranquilo ambiente con la nauseabunda combinación de aceite, sudor y monte, olores característicos de quienes se desplazan con morrales y rifles, en medio de la maraña.
Hoy tanto mi pulso, como mi alma tiemblan, al recordar los oscuros tiempos, temiendo a que regresen, y ya sea muy tarde para advertir la tragedia.
Las letras serán el único testigo, quizás ciego, o mudo, pero lo peor de aquellos tiempos oscuros aun no ha terminado. Somos millones de víctimas que vagamos en busca de justicia, mientras los victimarios se abrazan entre sí, en una danza criminal amenizada por paramilitares, guerrilleros, y agentes del Estado, que en nombre del perdón, celebran la reconciliación con la justicia con la que se acuestan, sacándole el quite a sus crímenes.
¿Quién pagará por Bojayá? ¿Quién pagará por el Salado o por Mapiripán?
El bien y el mal se enfrentaron en Colombia, pero el resultado quizás no fue el esperado. Aquí venció el terror, desde auditorios en Cartagena y Bogotá se les reservó espacios a los criminales, el Congreso de nuestra República les abrió sus puertas, se enlazaron entre criminales, quizás el resultado de sus partos sea la peor violencia que jamás hayamos tenido.
Las víctimas continuamos arrastrando la culpa ajena, esa que nos obligaron a confesar en aquellos tiempos oscuros cuando el crimen gobernaba, sin embargo, el miedo jamás ha desaparecido, ya que la tenebrosa mano homicida está a la vuelta de la esquina, que a pesar de la engañosa paz que nos alimenta con ilusiones, jamás desmentirá a los miles de muertos que se atrevieron a levantar sus voces en una nación donde se escucha a los violentos, y se ignora al agraviado.
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