Negar la consulta popular no solo frenó una ley: fue un acto de exclusión que refleja cómo la corrupción también opera silenciando la voz del pueblo
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La corrupción en Colombia no es un fenómeno aislado, ni lejano de las élites políticas o económicas. Funciona como algo invisible, pero resistente, que une prácticas ilegales con prácticas toleradas, que normaliza el abuso de poder, que convierte el privilegio en derecho y la injusticia en costumbre. Es una forma de violencia simbólica y estructural que impide que la democracia funcione realmente como un mecanismo de inclusión.
Cuando hablamos de corrupción, no basta con señalar a los funcionarios públicos que desvían recursos o manipulan al pueblo. Es importante reconocer que existe una corrupción que se expresa en las decisiones que toman los poderes del Estado, muchas veces desconectadas de las necesidades reales del pueblo colombiano. La reciente caída de la consulta popular promovida por sectores que defendían los derechos laborales es un ejemplo claro de esta forma de corrupción.
La consulta no era una propuesta improvisada ni populista. Era un ejercicio de la democracia participativa. Proponía que el pueblo decidiera sobre temas fundamentales como el salario mínimo, las horas extras, las condiciones laborales de millones de trabajadores. Es decir, buscaba que los directamente afectados por las políticas económicas tuvieran voz y voto. Sin embargo, su hundimiento en el Congreso demuestra, una vez más, cómo los mecanismos de participación son saboteados cuando amenazan los intereses de quienes están en el poder.
En un país donde la mitad de la población trabaja en la informalidad, donde el salario mínimo apenas alcanza para cubrir las necesidades básicas, donde la desigualdad se perpetúa a través de reformas laborales que recortan derechos en lugar de ampliarlos, impedir que el pueblo decida es aumentar la exclusión. Es mantener un modelo donde unos pocos, que ganan de 40 a 50 millones de pesos mensuales, con todos los privilegios imaginables, deciden sobre la vida de quienes sobreviven con apenas algo más de un millón. Esa no es una democracia plena. Es una democracia restringida.
La Consulta Popular era una oportunidad histórica para fortalecer la soberanía popular. Negársela al pueblo es un acto profundamente antidemocrático. No se trataba solo de cambiar una ley, sino de cambiar el modelo de decisión. De reconocer que las transformaciones estructurales del país no pueden seguir naciendo en oficinas cerradas, sino en las calles, en las voces colectivas. Por eso duele, por eso indigna, porque lo que se hundió no fue solo una consulta, fue la posibilidad de avanzar hacia un estado más justo, más equitativo.
Mientras se siga restringiendo la participación política a los mismos actores de siempre, mientras se silencien las propuestas que surgen desde abajo, mientras se les cierre la puerta a mecanismos como la consulta popular, no podremos hablar de verdadera democracia. Porque democracia no es solo votar cada cuatro años. Es tener la posibilidad de incidir en las decisiones que afectan la vida cotidiana. Es tener mecanismos efectivos para defender los derechos laborales, sociales y económicos.
La corrupción también se manifiesta en ese cierre del debate público. En esa práctica, de limitar el poder de decisión del pueblo a través de maniobras corruptas, de excusas jurídicas que, en el fondo, no hacen más que proteger los intereses de las élites económicas. Por eso la indignación no debe ser vista como una respuesta emocional, sino como una conciencia política. El rechazo a la exclusión del pueblo en los espacios de decisión debe ser un punto de partida, el inicio de una nueva Colombia.
Este territorio necesita instituciones transparentes, sí, pero también necesita una ciudadanía activa, bien informada, crítica. Necesita que se garanticen y se respeten los mecanismos de participación que están en la Constitución. Y, sobre todo, necesita que el trabajo deje de ser tratado como una mercancía y vuelva a ser reconocido como lo que es, un derecho, algo digno.
Si el país quiere cambiar realmente, tiene que empezar por escuchar a quienes sostienen esta nación con su trabajo diario. Y no solo escucharlos, también hacer cumplir sus derechos. Porque sin participación real, sin justicia, la corrupción no es solo una práctica, es una estructura. Y frente a eso, el silencio no es neutral. Es cómplice.
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