El humorista Pedro González creó una exitosa cadena de restaurantes que hoy enfrenta su prueba más dura: sobrevivir a la deuda, el olvido y la presión fiscal
A la hora del almuerzo del 2 de diciembre de 2005, el centro comercial Plaza Imperial olía a hogao recién hecho. Pedro Antonio González –el humorista boyacense al que el país conoce como Don Jediondo– había decidido llevar su fama del set de televisión a las mesas en aquel centro comercial: El arranque era una fonda de paredes coloridas donde un cocido boyacense costaba poco a comparación de los precios de aquel momento. Ese día vendió hasta la última taza de ajiaco y volvió a casa con la convicción de que aparte de humor también era un buen emprendedor que podía hacer dinero saciando el hambre.
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En los meses siguientes el local quedó chico. El boca a boca disparó las ventas. Para 2013 la marca ya figuraba entre las quince que más facturaban en los centros comerciales del país y González soñaba con abrir sucursales en Panamá y Miami. El negocio parecía infalible: 500 empleados, más de 30 puntos de venta en todo el país y un público que hacía fila para probar mazamorra chiquita “como la de la agüelita”.
Pero el éxito rebasó la realidad. El crecimiento exprimió la caja: arriendos altos, logística compleja para llevar chuguas y cubios de la sabana a la costa, nuevos impuestos al consumo que mordían el margen. Entre 2015 y 2019, cada inauguración llegaba con una amplia factura bancaria; la expansión se financió a punta de leasing inmobiliario y créditos que pedían pago aún cuando las mesas estuvieran vacías.
El 28 de enero de 2020 la Superintendencia de Sociedades admitió a Don Jediondo Sopitas y Parrilla en un proceso de reorganización. Los acuerdos no se pudieron cumplir. Un par de meses después llegó la Pandemia y los planes de muchos se desbarataron y los de Don Jediondo no fueron diferentes. El virus de origen chino hizo cerrar tiendas y restaurantes, apagó los fogones y dejó los centros comerciales desiertos. Con las puertas abajo y los créditos corriendo, la empresa quedó sin oxígeno.
Dos años después, en julio de 2022, aprobó un acuerdo que le concedía diez años para ponerse al día con deudas que ya rondaban los 14.571 millones de pesos. El trato incluía tres años de gracia: tiempo para renegociar con 226 acreedores y evitar el despido masivo de 226 trabajadores, 114 de ellos mujeres. El 20 de julio de 2023 abrió su primer restaurante en Estados Unidos, en la Florida. Ya tiene tres tiendas en ese país.
La tregua legal le permitió mantener abiertas las sedes, pero cada sopa salió más cara: la guerra en Ucrania disparó el aceite, la tasa de cambio encareció la papa criolla que llegaba importada desde Ecuador y las remesas de comensales se encogieron. González, que siempre ha hecho crítica social entre chiste y chiste, eligió el Viernes Santo de 2023 para desahogarse en X: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, escribió, enfilando el dardo al presidente Gustavo Petro por el costo de los alimentos. Las redes se dividieron entre los que aplaudieron su irreverencia y los que le recordaron que el hueco empezó en el gobierno de Iván Duque, a quien él apoyó.
Mientras la polémica hervía, las cuentas seguían sin cuadrar. En enero de 2024 la compañía se comprometió a pagar 2.000 millones a la DIAN para acceder a un alivio tributario de 6.200 millones. Solo abonó 1.500. La entidad fijó el 7 de febrero de 2025 como fecha límite para girar el resto y advirtió: cada plato servido genera impuesto al consumo, y la deuda –ya cercana a 7.000 millones– crece con los intereses. La juez Nini Johana Castañeda lo puso en claro: si el restaurante no mostraba un plan creíble antes del 28 de marzo, la liquidación sería inevitable.
Esa audiencia fue tensa. Acreedores de seguridad social denunciaron que la empresa descontaba aportes a 247 empleados y no los giraba; un abogado recordó la condena laboral de 360 millones por la muerte de un trabajador en 2019. El pasivo total, advertían, ya rozaba los 26.000 millones.
Cuando el panorama parecía sentenciado, el 20 de mayo de 2025 llegó un anuncio que de ser verídico podría salvar la empresa: María Eugenia Díaz, esposa y cofundadora del restaurante, dijo que un fondo colombiano y dos internacionales –uno de ellos suizo– estaban listos para inyectar cinco millones de dólares y asumir la deuda. El anuncio frenó la guillotina y le dio a la cadena 30 días para depurar las cuentas de seguridad social y, sobre todo, un plazo clave: el 30 de junio debía empezar a pagar. Si cumple, en julio y agosto se pondrá al día con parafiscales y, el 26 de septiembre, entregará a la DIAN al menos 2.000 millones para negociar la facilidad de pago definitiva.
El plan de rescate incluye abrir “Tiendas de Café Don Jediondo” al estilo Starbucks y exportar arepas y papa criolla. No es la primera vez que González mira al exterior –ya en 2013 soñaba con Miami–, pero ahora sabe que cada grano de café deberá amortizar un centavo de la deuda.
¿Qué viene? Si la inyección extranjera se concreta y la cadena honra los pagos, Don Jediondo podría seguir sirviendo mute santandereano una década más. Si falla de nuevo, la Superintendencia dictará la liquidación y el restaurante solo quedará en la memoria de sus comensales. Por ahora, Pedro González vuelve cada mañana a encender el fogón con la misma mueca picaresca con la que empezó hace veinte años: sabe que, en Colombia, incluso la ruina puede narrarse con humor –pero a diferencia de una escena, esta vez no habrá segunda toma.
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