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Desde que fue ministro de Minas de Belisario Betancur, congresista, gestor de paz, candidato presidencial, canciller, Álvaro Leyva no es que haya dado mucha impresión de ser “trigo limpio”, lo que en términos puros significa que alguien es ambiguo.
Muchos son los gobiernos por los que ha pasado, muchos cargos los que ha ocupado; para los godos es comunista y para los comunistas un godo, un oligarca en búsqueda de redención. No han sido pocos los casos en los que su gestión, su figuración, su manera de aparecer, deja aquella estela de ambigüedad.
De la Cancillería salió suspendido ante aparentes violaciones del régimen contractual. Incluso se rumoró sobre un posible conflicto de interés respecto de su hijo en un caso de contratación estatal del que dijo, según se hizo vox populi, que cuando saliera la demanda y condenaran al Estado él ya estaría en la tumba.
En aquel entonces Leyva aparentemente discutía airadamente con otros funcionarios por no “defender” al presidente, cosa que se concluye, él sí hacia como el más leal de los vicarios de la orden.
Por qué entonces ahora, pasados un par de años, no deja de escribirle cartas públicas al mismo presidente al que defendía
Por qué entonces ahora, se pregunta uno, por qué justo ahora, pasados un par de años, no deja de escribirle cartas públicas al mismo presidente al que defendía, cartas en las que lo acusa de toda suerte de horrores derivados, según afirma, de una adicción de aquél a las drogas o algo adictivo que no precisa nunca en esas comunicaciones que tienen un curioso contenido entre romántico, entre clásico, entre patriótico, entre moralista, a veces un poco denunciante, a veces un poco de simple cotilleo.
No es trigo limpio. Qué hay detrás, quién hay detrás, es la pregunta. Por qué esa adicción que le atribuye a Petro es lesiva ahora, pero en apariencia no lo era antes cuando consideraba que había que defender al presidente. Por qué cartas así, que no es que sean literariamente la Carta al parde, de Kafka, sino comunicaciones llenas de lugares sin límites, visiblemente etéreas que en todo caso parecen muy bien calculadas entre inflexiones altisonantes de pasión, de reproche, de venganza o de simple reprimenda patriarcal.
Por qué Leyva, por ejemplo, no hace una denuncia directa y oficial por omisiones o actuaciones ilegales del presidente, pues entre otras cosas las adicciones en el ejercicio de cargos y sobre todo afectando de algún modo el ejercicio de cargos, significan faltas disciplinarias graves para los funcionarios.
Algo no cuadra en las cartas de Leyva. Dan bombo, es cierto, pero no dan ninguna claridad, toda vez que no parecen buscar ninguna claridad. No es trigo limpio.
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