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En un país desgarrado por el odio político, el intento de asesinato de un joven precandidato nos recuerda lo esencial: la vida, la democracia y la empatía.
No cambia mi sentimiento de dolor si Miguel Uribe Turbay es un precandidato presidencial de derecha, centro o izquierda.
Frente al salvaje atentado contra su vida en el barrio Modelia de Bogotá, su militancia política es apenas un dato.
Me importa, me duele, que sea una persona joven, casado, con un hijo pequeño, cuya vida está en peligro porque alguien —quien haya sido— no cree en el juego democrático. Que dispuso enganchar a un sicario adolescente sin que le conmueva la tragedia humana que se puede desencadenar: orfandad, viudez, angustia, impunidad, sueños mutilados que querían, quieren, realizarse en el marco de la ley.
Quiero que viva. Que siga cargando y consintiendo a su nené, viéndolo crecer, como él no pudo disfrutar a su madre. Que siga haciendo política, como corresponde en un país que le apuesta a la democracia y no al exterminio del adversario.
Las reacciones en redes sociales son el espejo roto de una sociedad enferma
En los extremos —de derecha y de izquierda— abundan las alcantarillas del odio.
Gente que aprovecha el dolor para sacar cuentas ideológicas. Desde un lado, se publican listas con supuestos perpetradores de izquierda. Desde el otro, se relativiza el hecho criminal e incluso se mofan de la víctima.
Salvajes unos y otros. Presagio oscuro de un posible regreso a los años 89 y 90, cuando en Colombia se enviaba el mensaje de que la política se resolvía con disparos.
Cito, con asco, dos frases que circulan en redes:
“Zurdos de mierda”, escribe uno.
“Se encuentra estable y con un estado de salud prometedor, ya que la bala por más que intentó, nunca encontró un cerebro”, remata otro bárbaro.
Y el lenguaje del primer mandatario tampoco ayuda. No nombra a la víctima —equivalente a no mirar a los ojos— y escribe:
“Quieren matar al hijo de una árabe en Bogotá, que ya habían asesinado, y no se debe matar en el corazón del mundo. Matan al hijo y a la madre…”
Más inquietante aún, su trino de hace apenas una semana:
“¿Vas a llevar, Miguel Uribe, como tu abuelo, a diez mil colombianos a la tortura para frenar al pueblo? Ya no podrás, el pueblo se ha decidido.”
Como si el presidente no supiera que las responsabilidades penales son individuales. No se heredan.
Hay que decirlo también: empatía sí mostró doña Verónica Alcocer, primera dama, al escribir:
“Con profundo dolor y total rechazo condeno el atentado contra el senador y precandidato Miguel Uribe. No se puede permitir ningún tipo de violencia, por ninguna razón ni diferencia. Mi solidaridad y oraciones con él y su familia.”
Los líderes políticos con aspiraciones presidenciales deben comprender que el país está harto de lenguaje incendiario. Son posibles izquierda y derecha, respetuosas de la vida, de la integridad del adversario. No la venganza, no el sarcasmo, no la deshumanización. Sino el reconocimiento del otro como persona, antes que como rival para exterminar.
Recordé al presidente Boric, de izquierda, prestando guardia al lado del ataúd del expresidente Piñera, de la derecha chilena, exaltando sus servicios a la democracia. También me acuerdo de Piñera entregando, con el mayor respeto, el mando a Michelle Bachellet, su adversaria de izquierda.
La agenda política no puede puede estar regida por la violencia del lenguaje de los líderes.
Miguel Uribe: recupérese, por favor.
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