Confundir crítica política con odio debilita el debate democrático. No todo discurso fuerte incita a la violencia ni busca dividir a la sociedad
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Es fácil afirmar, sin mediación de la razón, que el Gobierno actual, en cabeza del presidente Petro, es el responsable político del lamentable atentado contra el senador Uribe Turbay.
Kaufman define como odium dictum una «opinión dogmática, injustificada y destructiva respecto a ciertos grupos históricamente discriminados o a ciertas personas en tanto integrantes de dichos grupos, emitida con el propósito de humillar y/o transmitir tal dogma destructivo al interlocutor o lector y de hacerlo partícipe de la tarea de marginalizar o de excluir a las personas odiadas».
Pero debemos tener algo claro: quienes históricamente han sido víctimas de los discursos de odio han sido, principalmente, aquellos que se identifican ideológicamente con la izquierda. Y no solo ellos: también los indígenas, los afrodescendientes, líderes sindicales, defensores de derechos humanos, entre otros.
Que un discurso se convierta en aquello que impulse a actuar violentamente a una persona o a un grupo de personas es posible. El acto ilocutivo y perlocutivo lo hace factible.
Desde la filosofía y la lingüística hay consenso en que los enunciados con fuerza ilocutiva son, en muchos casos —aunque no en todos—, performativos o realizativos. Esto significa que «quien ordena, quien sanciona como autoridad, quien pregunta para obtener información estratégica o, añadamos, quien incita a discriminar a grupos humanos con ciertas características, está actuando, no simplemente hablando».
Ahora bien, desde un punto de vista neurocientífico se han diseñado experimentos con el objetivo de determinar si las palabras expresadas, por ejemplo, por una autoridad, podrían ser suficientes para activar “simulaciones” en los sistemas neuronales motrices, perceptuales y emocionales de un individuo o de un grupo de individuos. Y, según sus resultados, escuchar expresiones de odio predispone nuestro cerebro a cometer actos de odio.
Sin embargo, establecer una explicación de causalidad, a partir de dichos experimentos, que afirme que los discursos de odio son el origen directo de ciertas acciones violentas, es muy simplista, aún más en un país que se ha caracterizado por un pasado violento.
Empero, no hemos retrocedido a aquellos escenarios donde el mismo Estado, en complicidad con carteles de la droga, cercenaba la vida de actores políticos de gran relevancia. No obstante, algunos oportunistas de ciertos sectores políticos, con el apoyo de algunos medios de comunicación, quieren sembrar la idea de que Colombia ha retrocedido a ese pasado donde jóvenes y niños, sin ninguna oportunidad en la vida, desenfundaban un arma y mataban por un montón de billetes. Eso no está sucediendo.
Que el presidente Petro exponga quiénes se han robado el país no es un discurso de odio. Que el presidente Petro denuncie que hay fuerzas políticas dentro del Estado que no han permitido realizar las transformaciones sociales y políticas que necesita Colombia, no es un discurso de odio.
Que el presidente Petro muestre su indignación ante el hecho de que el mismo Senado ha bloqueado, con artimañas, debates que pondrían sobre la mesa las reformas que necesita el país, eso no es discurso de odio. Que el presidente Petro manifieste que muchos senadores son los cancerberos rastreros de los intereses económicos de algunos grupos, tampoco lo es.
No se puede confundir decir la verdad política con promover un discurso de odio. El presidente no puede callar y esperar sentado a que su proyecto, su programa político, se vaya al traste. Para eso no se jugó la vida.
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