El presidente invoca su «mandato popular» para deslegitimar al Congreso y justificar fallas, en un giro retórico que pone en riesgo el equilibrio democrático
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En política, las palabras importan. No solo por lo que dicen, sino por lo que esconden. Cuando un líder elegido democráticamente empieza a hablar de su “mandato” como si fuera una orden sagrada para desmantelar los contrapesos del Estado, conviene prender las alarmas.
Recientemente, el presidente Gustavo Petro volvió a referirse a su “mandato” como un encargo directo del pueblo para lograr la paz y la justicia social. Hasta ahí, todo bien: cualquier presidente tiene derecho a recordar su programa de gobierno. Pero el problema aparece cuando ese mandato se utiliza para deslegitimar a quienes no se alinean con su agenda, especialmente al Congreso.
Petro acusa a los presidentes de los partidos de detener arbitrariamente las reformas. Denuncia que se está traicionando el renacimiento de Colombia. Habla de “fuerzas oscuras” que buscan destruirlo. Y sugiere que el Congreso está cerrando las puertas al cambio social. El subtexto es claro: si las reformas no avanzan, no es por errores del Ejecutivo, sino porque una élite enquistada sabotea el mandato del pueblo.
Este giro discursivo es preocupante, no solo porque distorsiona la función del Congreso —elegido también por voto popular—, sino porque reinterpreta retroactivamente lo que la ciudadanía votó. Si durante la campaña presidencial se repitió hasta el cansancio que el objetivo era aumentar el empleo, reducir la pobreza y devolver el poder al pueblo, ¿por qué ahora se afirma que el verdadero mandato era marginar al Congreso? ¿Acaso ese era el mensaje central del programa de gobierno?
Más aún: ¿cómo se puede hablar de un mandato legítimo cuando las promesas sociales más importantes no se han materializado? La respuesta parece ser una maniobra retórica: cuando no se logran resultados concretos, se recurre al símbolo. Se invoca el mandato no como compromiso constitucional, sino como bandera ideológica. Y esa bandera, convenientemente, puede agitarse contra cualquier institución que moleste.
Pero la democracia no funciona así. Ser elegido presidente no significa recibir un cheque en blanco. Los contrapesos, la deliberación parlamentaria y la división de poderes existen precisamente para evitar que un gobierno —por más votos que haya obtenido— actúe como si encarnara al pueblo en su totalidad. Si cada desacuerdo legislativo se interpreta como una traición al pueblo, estamos ante una lógica peligrosa: la de que solo hay democracia cuando el Congreso obedece al Ejecutivo.
El mandato del pueblo no puede ser usado como escudo contra la crítica ni como espada contra los demás poderes. De lo contrario, el lenguaje del cambio se convierte en el disfraz del autoritarismo.
Porque sí: a veces la noche es más oscura justo antes del amanecer. Pero otras veces, la oscuridad llega cuando se apagan las luces del debate y se impone una sola voz en nombre de todos.
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