Julio Ernesto Estrada empezó como mensajero en Discos Fuentes, muy joven logró hacer realidad el sueño de tener una de las mejores orquestas de salsa del mundo
Antes de que la salsa fuera sinónimo de fiesta en Colombia, antes de que «El preso» se convirtiera en himno y de que miles de personas bailaran con ojos cerrados al ritmo de una trompeta, un adolescente antioqueño empacaba discos, barría estudios de grabación y soñaba con algo grande. No imaginaba que él mismo sería quien lo creara. En una Medellín industrial, con más ruido de fábricas que de orquestas, Julio Ernesto Estrada Rincón —un muchacho inquieto al que luego llamarían Fruko— empezó a tejer, sin saberlo, uno de los legados musicales más importantes de América Latina.
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Tenía ocho años cuando vio en vivo a la orquesta de Pacho Galán. Esa noche de Feria de las Flores le cambió la vida. Años después, y sin pasar por un conservatorio, Julio Ernesto entró en el universo musical desde abajo: fue todero en una fábrica de discos y mensajero en Discos Fuentes. Entre vinilos, timbales, cables y etiquetas, su oído se fue afilando. Ahí conoció a los grandes de la música tropical, y también ahí decidió que quería algo más: quería crear una orquesta que hiciera historia.
Cuando aún no cumplía los 15 años, se integró a Los Corraleros de Majagual, donde aprendió el rigor de la tarima y las tripas del ritmo. Pero fue un viaje a Nueva York con esa misma agrupación el que le abrió los ojos. El Bronx vibraba al compás de la salsa, Lavoe y Blades eran los nuevos dioses, y él, con sus oídos abiertos y las manos inquietas, entendió que esa era la música que quería sembrar en su país.
En 1970 decidió dar el salto. Fundó su propia agrupación, a la que llamó simplemente “Fruko”. Un año después, le agregó “y sus Tesos”, como un guiño a la juventud talentosa que lo rodeaba, muchachos de entre 18 y 25 años que lo daban todo en cada ensayo. “Tesos”, porque eran buenos, disciplinados, porque no se dejaban. Como él.
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La primera grabación fue un experimento: Tesura. No pegó. Pero la segunda, A la memoria del muerto, fue dinamita pura. Colombia se estremeció. La orquesta encontró su sonido: una mezcla de síncopa audaz —inspirada, según Fruko, en ecuaciones del Álgebra de Baldor—, percusión afrocaribeña y sabor paisa. Así nació un nuevo capítulo en la historia de la salsa.
Fruko y sus Tesos no solo puso a bailar a Colombia: creó escuela. En sus filas se formaron voces que luego volarían alto, como Joe Arroyo, que entró a los 17 años, y Piper Pimienta, cuyo carisma y fuerza escénica hicieron historia. También pasó por allí Wilson Manyoma, el popular “Saoko”. Pero más que una agrupación, Fruko construyó un semillero de artistas y un laboratorio de fusiones. De su batuta también nacieron proyectos como The Latin Brothers, Afrosound, Wganda Kenya, Banda Bocana y la icónica Sonora Dinamita.
Con su música, Fruko recorrió un camino propio: ni cubano ni neoyorquino. Una salsa hecha en Colombia, con base firme en las raíces africanas, pero también con elementos de jazz, de música clásica —como la que escuchó obligado durante la dictadura de Rojas Pinilla— y con la picardía popular que caracteriza al sonido paisa.
El éxito fue contundente. A mediados de los setenta, la orquesta ya era considerada la mejor del país. Canciones como Tú sufrirás, El patillero, El ausente y, sobre todo, El preso, se convirtieron en himnos. Esta última, una historia de encierro y arrepentimiento, escrita con una crudeza inusual para la salsa de entonces, marcó un antes y un después. En ella, Fruko demostró que también se podía bailar con dolor.
Con más de 40 álbumes grabados y más de 8.000 canciones producidas entre todas sus agrupaciones, Fruko no solo construyó una orquesta, sino una industria. A fuerza de ensayo, oído y terquedad, logró que la salsa colombiana tuviera nombre propio en el exterior. No fue solo que Fruko y sus Tesos se presentaran en el Madison Square Garden —hito que ningún grupo colombiano había logrado antes—, sino que lo hicieran con la frente en alto, como iguales entre gigantes.
Julio Ernesto Estrada, que alguna vez fue apodado “Fruko” por parecerse a una muñeca publicitaria de salsa de tomate, se convirtió en una leyenda viva. A los 74 años sigue girando con su orquesta, sigue subiendo a tarima con la misma energía de siempre, como lo hizo recientemente en el Festival Estéreo Picnic. Y no para. El próximo 4 de julio estará en el Estadio El Campín de Bogotá, como parte del concierto Viva la salsa, producido por otro grande de la industria musical: Ricardo Leyva, donde demostrará, una vez más, por qué su música no pasa de moda.
Fruko no solo inventó un estilo, también moldeó una generación. Su legado no está en los discos ni en los premios —que son muchos—, sino en las pistas de baile, en los recuerdos compartidos, en las fiestas donde su música se cuela sin preguntar. Es, en esencia, un creador de memoria colectiva, un alquimista del ritmo. Y su historia, como su música, no tiene final.
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