Un par de años antes de que el gringo Scott Miller se desembarcara en el Aeropuerto El Dorado de Bogotá, en 1996, 40 hombres y mujeres socios del Country Club, Los Lagartos, y el Rincón (Cajicá), una élite que siempre ha sabido combinar los negocios con el green, se reunían con una sola obsesión: crear un club nuevo. Querían un lugar propio, pero muy diferente a los que pertenecían. No lo querían en la tierra fría de la sabana bogotana donde habían jugado y compartido conversaciones y whiskys por décadas. Querían un lugar donde el calor no fuera una molestia sino una ventaja, donde las montañas acompañaran el recorrido y el césped no se ahogara cada vez que Bogotá soltar sus acostumbrados aguaceros grises.
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Aquellos 40 socios encontraron el lugar a 90 minutos de Bogotá entre La Vega y Villeta, a 75 kilómetros de Bogotá. Era un terreno con las condiciones ideales: ondulaciones suaves, buena ventilación, suelo drenante y una biodiversidad exuberante.
Los fundadores del Club de Golf Payándé se reunieron en una mesa enorme para decidir quién les construiría el eje central de su club: la cancha de golf. El objetivo era ambicioso: querían la mejor cancha del país, una que no tuviera nada que envidiarle a las mejores de Estados Unidos. Querían una cancha que aún no existiera en Colombia. Lo dijeron así: “queremos el Augusta colombiano”. Y entonces vino la parte difícil: encontrar quién la diseñara.
Buscaron por lo alto. Primero llamaron a Robert Trent Jones Jr., el del diseñador de la cancha de Golf Club de la Universidad de Stanford y el de Cabo Real en México. No aceptó la propuesta por temas de agenda. Luego vino la llamada a Tom Weiskopf, estrella del PGA y arquitecto de campos descomunales en Arizona. Confesó que le parecía una locura volar a Colombia en plena época de secuestros. Era la década de los noventa. Los noticieros del mundo hablaban de un país donde los aviones caían en manos de guerrilleros, donde los empresarios vivían con guardaespaldas y donde los campos de golf, más que canchas de diversión, eran sinónimo de adinerados blancos de secuestro.
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Los socios, hoy en cabeza de Camilo Sánchez Collins, como su presidente y Sergio Rincón Peña como Gerente General, querían un norteamericano que conociera en detalle los campos donde se habían jugado los torneos más grandes de la historia. La búsqueda de los 40 socios, terminó cuando alguien les mencionó el nombre de Scott Miller: joven, con fama en crecimiento, formado como diseñador de campos de golf en la cantera de Jack Nicklaus, uno de los grandes en el oficio.

Miller, según su hoja de vida, había trabajado en Augusta National, había restaurado sus hoyos con un cuidado casi litúrgico. No era tan famoso como los anteriores, pero sabía construir. Y, sobre todo, no tenía miedo a la Colombia de los años 90. Y aceptó.
Hoy, después de 28 años desde ese momento, Scott Miller es uno de los arquitectos de campos de golf más reconocidos del planeta. Empezó su oficio sin saberlo, a los 12 años. Hacía dibujos infantiles de campos de golf que recorría con sus amigos en un pueblito olvidado en Kansas. Era el todero de un campo de golf en el que le tocaba hacer de todo: cortar el pasto, limpiar las canchas, podar los árboles, pero tenía la fortuna de aprender a coger los palos y aprender a pegarle a las bolas. Junto a sus amiguitos jugaban hoyos como quien salta de casa en casa: inventaban sus propias reglas y sus propios mapas. Del hoyo uno pasaban al 8 y luego al 9 para devolverse al 2 y luego a 3 para saltar al 7 y así tenían un campo de golf diferente todos los días.
Lo que no sabía entonces ese niño a sus escasos once años era que esa geografía que recorría y luego dibujaba en papelitos acabaría llevándolo a la universidad a estudiar arquitectura y paisajismo, luego a las entrañas de Augusta National, a la empresa del jugador y constructor de campos de golf Jack Nicklaus y, eventualmente, a dos valles colombianos que nadie en su país sabía ubicar en un mapa.
De Scott Miller dicen que no diseña canchas, sino que crea hábitats. En su oficina, enmarcado, cuelga todavía uno de esos primeros dibujos infantiles de canchas de golf. Lo tenía guardado su mamá, quien antes de morir se lo dio a su esposa y así, de mano en mano, terminó en su oficina como un ícono religioso.
En esa hoja arrugada, ya estaban las curvas que veinte años después tendría Payandé, ese campo par 72 de 7.012 yardas encajado entre las montañas tibias del río Tobia, a 75 kilómetros de Bogotá. Payandé no solo es un bello campo de golf, es también un club turístico vacacional privado de élite, construído por el arquitecto colombiano Carlos Felipe Botero.
En Payandé quiso replicar algo del espíritu del Royal Melbourne, en Australia, y del Prairie Dunes de Kansas, sus dos referencias fetiche. Allí, donde la temperatura media ronda los 26 °C, las curvas suaves y las transiciones entre pastos fluyen como un río que conoce su cauce. Nada sobra. Nada falta. Es un campo donde el desafío no es sólo técnico, sino emocional. Como si jugarlo fuera también una forma de recorrer la infancia de su creador.
La segunda cancha
Muchos socios de Payandé también son miembros de Los Lagartos, el Club bogotano fundado en 1937 por el ingeniero David Gutiérrez Vanegas y construido por los arquitectos Cuéllar Serrano Gómez & Compañía. Cuando Los Lagartos, hoy presidido por Amparo Fernández Cubillos, decidió rediseñar la cancha David Gutiérrez —la segunda de sus dos canchas—, después de ver el trabajo de una decena de diseñadores, llamaron a Miller sin dudarlo.
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Y entonces Scott Miller volvió al país. Subió de nuevo por las montañas, tomó notas del clima, de la flora, de la luz. Aprendió los colores y del frío de Bogotá. Porque, si algo obsesiona a este diseñador, es el contraste. Y si algo ha repetido en cada entrevista es que una cancha no puede estar por encima del entorno. Esa es su máxima. Para Miller el campo de golf siempre debe parecer que estuvo ahí, como si los árboles hubieran crecido sabiendo que algún día un fairway los atravesaría.


El contrato con Los Lagartos lo firmó 2012 y el 13 de febrero del año siguiente, la cancha estaba siendo reinaugurada para recibir la Copa Los Andes ese mismo año— fue más que un trabajo: fue una segunda declaración de amor. Miller suele decir que no quiere que sus campos se reconozcan por su firma, sino por su discreción. Que no buscan ser monumentales, sino orgánicos. Que el desafío no es hacer algo espectacular, sino algo que dure. Que una cancha se mida no solo por sus yardas, sino por su capacidad de ser jugada por un golfista de promedio regular sin sentirse humillado.
Cuando le preguntan cuál es su sello, evade la respuesta. Dice que no le interesa tener un estilo reconocible. Que su estilo lo impone el lugar, el clima, la gente que lo juega. Y aunque ha diseñado decenas de campos en el mundo, confiesa que Los Lagartos está entre sus dos o tres favoritos. No por la fama, ni por el reto técnico, sino por lo que representa: una especie de regreso, una reafirmación de que su camino, que empezó cortando pasto en Kansas, tenía un sentido.
Hoy, mientras muchos arquitectos de golf se pierden entre drones y efectos visuales, Scott Miller sigue haciendo lo mismo que hacía a los once años: dibujar recorridos con lápiz y papel, soñar canchas imposibles, buscar el green perfecto. Solo que ahora lo hace con la certeza de que esos dibujos, algún día, se convertirán en paisajes donde el viento, los árboles y las pelotas de golf se entienden sin hablar.

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