Nobsa, en Boyacá, preserva el arte de tejer ruanas a mano, un legado ancestral que impulsa su economía y atrae a viajeros en busca de tradición
Cada mañana, Nobsa se despereza con la misma calma con la que se teje una ruana: despacito, con paciencia, envuelta en el aire frío de las montañas boyacenses. Desde que el sol empieza a iluminar los tejados, ya se escuchan los primeros movimientos en los telares. Es como si el pueblo entero llevara siglos afinando su pulso al ritmo de la lana.
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Ubicado a poco más de dos horas y media por carretera desde Bogotá, este rincón del altiplano no necesita decir mucho para que uno entienda que está entrando a un territorio donde las cosas se hacen distinto. En Nobsa, el tiempo no corre, se hila. Lo dicen las ruanas que cuelgan a la entrada de casi cada casa y que parecen saludar a los transeúntes como si fueran parte de la familia. Son gruesas, cálidas, y están hechas de una lana que todavía huele a oveja y a campo.
Aquí, cada ruana tiene su historia. No salen de máquinas ni de grandes fábricas. Se hacen a mano, como se ha hecho siempre: se esquila, se hila, se tiñe si hace falta, y luego se entrelazan las fibras hasta que toman forma. Los colores —sobrios, terrosos, naturales— parecen sacados del paisaje mismo. No hay prisa. Y eso se nota en cada costura.
Más que prenda, la ruana en Nobsa es una forma de pertenecer. Es abrigo, sí, pero también es recuerdo de los abuelos, es señal de orgullo, es símbolo de un lugar que no se dejó llevar por la modernidad sin resistir un poco. La bruma que baja desde los cerros y el viento que a veces arremete con fuerza hacen que ese tejido sea más que útil: es necesario.
Hoy, unas trescientas familias viven de esta tradición. Sus manos sostienen una economía silenciosa pero firme, que ha llevado las ruanas hasta tiendas de Europa y América del Norte. No son baratas, pero eso no importa. Cada una lleva encima generaciones de saber, y eso vale.
Y cuando llega el Día Mundial de la Ruana, Nobsa cambia de ritmo. Las calles se llenan de desfiles, de música carranguera, de ferias. Hay concursos de hilanderas, reinados de ovejas, exposiciones de tejidos y hasta pasarelas donde las ruanas son las verdaderas protagonistas. Durante tres días, el pueblo entero se convierte en una fiesta de colores, de lana, de identidad.
Pero Nobsa no se agota en sus tejidos. Sus alrededores invitan a explorar. Hay cascadas escondidas, páramos que parecen salidos de un cuento, caminos de piedra que llevan a historias antiguas. El “museo vivo” de la artesanía permite ver cómo se trabaja la lana desde cero, y la famosa “calle del comercio” ofrece desde recuerdos hasta piezas únicas para quien quiera llevarse una parte del pueblo puesta.
En los talleres, muchas de las mujeres aprendieron su oficio con el Sena. Algunas forman parte de emprendimientos familiares que han crecido con esfuerzo y visión. Un ejemplo es “La Oveja Negra”, un proyecto que une tradición y diseño contemporáneo, y que ha logrado abrir nuevos mercados sin perder el alma de lo que hacen. Aquí, nadie habla de industria textil, se habla de legado.
Cuando cae la noche, y las luces empiezan a encenderse de a pocos, Nobsa se siente todavía más cálido. El humo que sube de las cocinas huele a leña y a sopa caliente. En los telares, el trabajo se detiene, pero el eco de lo tejido sigue ahí, como una respiración suave. En cada ruana, en cada cobija, en cada ovillo de lana guardado con mimo, hay algo más que un oficio: hay una historia que se sigue escribiendo, puntada por puntada.
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