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Colombia ha vivido bajo el peso de las violencias, las desigualdades y las fracturas sociales durante todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI. En este complejo panorama, diversas corrientes políticas y movimientos sociales han intentado abrir caminos alternativos al poder tradicional. Desde los primeros intentos por construir un Estado laico y una agenda social liberal —en contravía del régimen gamonal y rentista sustentado en la Constitución de 1886— hasta las derivas de las insurgencias revolucionarias, los esfuerzos han sido múltiples, fragmentarios, pero persistentes. La segunda mitad del siglo XX estuvo marcada por dos grandes ciclos de violencia. El primero, desatado tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. El segundo, ligado a los conflictos armados con aspiraciones antisistémicas de los años 60, que comenzaron a encontrar un cierre parcial con los Acuerdos de Paz de 2016 con las FARC-EP y, más recientemente, con los intentos por consolidar una “Paz Total”.
En el siglo XXI, la pandemia del COVID-19 y el agotamiento del modelo neoliberal privatizador provocaron una profunda crisis de legitimidad del sistema político. El estallido social de 2021 fue expresión de ese malestar acumulado. En 2022, por primera vez, un proyecto político alternativo – liderado por Gustavo Petro y la coalición del Pacto Histórico -, logró llegar al gobierno central con un programa progresista que pretendía canalizar los anhelos de transformación y dar respuesta a viejas demandas sociales. El reto era mayúsculo: enfrentar a las élites, a los poderes mafiosos, y a las fuerzas del continuismo político, que durante décadas han blindado sus privilegios. Pero, ¿qué ha pasado desde entonces? ¿En qué punto estamos hoy con respecto a esa apuesta por el cambio?
El ejercicio de gobierno ha revelado la profundidad de los desafíos: no es lo mismo ganar en las urnas que gobernar el monstruo de mil cabezas que es el Estado colombiano, tampoco es igual proponer reformas que llevarlas a cabo en un escenario dominado por fuerzas políticas tradicionales, corporaciones económicas y sectores que viven de la exclusión. La batalla legislativa ha sido feroz, especialmente en torno a las reformas de salud, pensiones, trabajo y educación. En muchos casos, los mismos sectores que declararon en su momento el respeto a la Constitución de 1991, hoy la sabotean bajo el argumento de que no existen condiciones para una mayor equidad. En medio de esta tensión, los movimientos sociales y la ciudadanía han respondido con movilizaciones, pero de manera fragmentada y desigual. Los sectores organizados – indígenas, sindicalistas, comunidades afrodescendientes – han sostenido su participación, aunque con menor capacidad de convocatoria que en otros momentos. La fragilidad sigue observándose en la organización social urbana y regional, que se siente desarticulada, sin programas suficientemente integrados, debilitada por la competencia electoral, el clientelismo, el caudillismo y la distancia entre las bases populares y sus dirigencias.
¿Qué tipo de ciudadanía somos, capaz de impulsar una transformación nacional y, al mismo tiempo, sostener el continuismo en lo local?
El fenómeno se evidenció con crudeza en las elecciones locales y departamentales posteriores al triunfo presidencial. Aunque el país votó por el cambio en 2022, en 2023 buena parte de la ciudadanía volvió a elegir a las viejas clientelas políticas en las ciudades principales y en la mayoría de centros poblados. ¿Qué nos dice esto como sociedad? ¿Qué tipo de ciudadanía somos, capaz de impulsar una transformación nacional y, al mismo tiempo, sostener el continuismo en lo local? A ello se suman las denuncias de corrupción y malversación de fondos que también han tocado a sectores del actual gobierno. Este hecho nos plantea un dilema ético: ¿cómo superar la corrupción estructural del Estado si las alternativas también reproducen prácticas tradicionales? ¿Cómo evitar que los liderazgos alternativos terminen devorados por el mismo modelo caudillista que se dice combatir?
En los territorios, la situación no es alentadora. Muchos gobiernos locales, agenciados por las élites tradicionales, no han logrado construir agendas sólidas; pero la gestión de la institucionalidad nacional tampoco lo logra y el vínculo entre el Plan Nacional de Desarrollo y las comunidades sigue siendo débil. Mientras tanto, las organizaciones sociales reclaman pasar del discurso a la acción concreta, del proyecto de ley al bienestar cotidiano, del programa a la vida digna. A las puertas del 2026, empiezan a configurarse nuevas alianzas y coaliciones. Se habla de consolidar movimientos políticos más estructurados, pero falta una mirada crítica y reflexiva: ¿qué se ha hecho bien?, ¿qué se ha dejado de hacer?, ¿qué se ha aprendido de estos años? El llamado progresismo necesita abrirse a la conversación, no basta con ocupar cargos burocráticos, hay que revisar los métodos, los lenguajes, las formas de relación con la sociedad, porque en política – y más aún en la política que se dice transformadora – los medios importan tanto como los fines.
Al final, todo esto nos lleva a una pregunta mayor, que interpela a las ciudadanías: ¿Estamos realmente dispuestos, como sociedad, a construir otra forma de hacer política, otra manera de habitar lo público, otra forma de ser país?.
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