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“Por más que intentemos elevarnos por encima de nuestra condición,
¡la enfermedad es incurable, irremediable, irreparable!
De esa consciencia de la derrota inexorable del hombre surgirá toda la poética”(Baudelaire, El heroísmo del vencido).
No hablaré de los jugadores jóvenes a los que ayer les pesó la camiseta, les pesó la historia, entumecidos por la titánica tarea, perdieron la creatividad y el ímpetu, a ellos les queda tiempo para curtirse, para fortalecerse y cargar el peso del coloso azul. Tampoco hablaré de los veteranos que se achicaron, que en los minutos finales arrastraban su cuerpo casi por impulso, sin ganas ni gallardía, que pese a los años, se quedaron encandilados, como siervos, ante un partido que comenzó cuesta arriba. Ni de un equipo al que le faltaron ideas, que durante noventa minutos intentó mandar centros a la olla sin ni un solo acierto, como esperando un milagro, pero el fútbol no solo es de suerte y mística. Solo hablaré del último minuto, de esa jugada y del hombre detrás de ella.
En la antigüedad, en un teatro diferente, con un público igual de exigente, se presentaban las tragedias frente al pueblo griego. Eran concursos voraces, en los cuales, triunfaba el poeta con la mejor trilogía, Antígona, Medea, Áyax. Era solo un acto de tres que conformaban la totalidad de la obra, en realidad la única trilogía que conservamos completa es la Orestíada. Según parece, la gran estrella de estos certámenes era Sófocles, mientras que Eurípides siempre pareció ser el objeto de burla del pueblo y sus colegas poetas.
En eso, el pueblo griego compartía la opinión de Aristóteles al respecto de los criterios que debía seguir una buena tragedia. No obstante, en la contemporaneidad, la crítica ha reivindicado la brillantez de Eurípides, con obras tan atrevidas como Medea, en donde el héroe trágico es una mujer extranjera, o el caso pertinente para este artículo: Las troyanas.
Las troyanas es, nada menos, el relato de los héroes vencidos o, mejor aún, el lamento de las vencidas. Tras la caída de Troya, los héroes griegos se disponen a arrasar la ciudad y repartir a las esclavas de guerra, quienes antes eran realeza troyana y esposas de los héroes vencidos. No obstante, los abusos que cometen los Aqueos durante este proceso les condenarán a destinos horribles, a excepción de Odiseo, como muestra el poema épico de Homero. Desde arrojar al hijo de Héctor y Andrómaca por la muralla, ante el reclamo del coro de mujeres troyanas, hasta decidir postergar el juicio de Helena, la causante de la guerra. En medio de estas venganzas, el espíritu del difunto Aquiles se aparece entre los Aqueos para pedir la muerte de Políxena (hija de Hécuba y Príamo).
Políxena se dirige voluntariamente a la tumba de Aquiles, sin temor, llanto, ni réplica se abalanza a su muerte, con la frente en alto y la dignidad sostenida. Al saberse libre en su muerte; aun, en la derrota, paradójicamente, consiguió su propia victoria, no sin antes, expresar en sus palabras la belleza del vencido: “Exhórtame a morir antes de encontrar un trato vergonzoso en desacuerdo con mi dignidad. Pues quien no tiene costumbre de probar los males, los soporta, pero le duele poner su cuello en el yugo. Yo sería más feliz muriendo que viviendo. Que el vivir sin nobleza es gran sufrimiento” (Eurípides, 1991, verso 375).
Los filósofos y los poetas griegos coincidían en que había destinos peores que la muerte, entre ellos, el deshonor, la pérdida del Kleos (honor) o la Areté (virtud). Políxena conserva su honor, al dirigirse con dignidad a su castigo, como Sócrates en su juicio. Esa es la labor de la tragedia, es en la radical indefensión ante las circunstancias contingentes del destino, que la belleza de la condición humana cobra sentido, es ante el destino inescapable, que somos libres de decidir: “El poeta supo arrancar la belleza que se esconde detrás de una humanidad doliente, aquella que sufre y llora de tener que seguir viviendo, como si desde la verticalidad de la caída se contemplara mejor la inmensidad del cielo” (Zapata, 2021).
El tigre, epíteto digno de un héroe épico, parado frente a la pelota, mirando hacia esa tribuna roja extasiada, que como los Aqueos celebra bajo las ruinas del vencido, ebria de alegría, ondeando aquel trapo de obscena fortaleza masculina que declaraba: “Feliz cumpleaños… vírgenes continentales”, respira, da tres pasos hacia atrás y uno al costado, sus brazos descansan en su cadera, mira una vez más la fiesta de los vencedores y se decide, toma carrera, la vida se pausa y el mundo desaparece, el balón vuela por los aires y se aloja en la malla. El tigre no lo celebra, se sabe vencido, mira hacia atrás y vuelve a su lugar, el mar azul suelta un alarido contenido, ¡piii! Es el final, la caída, la derrota.
Nunca estuve de acuerdo con aquellos que declaraban que debíamos ganar para cumplir el sueño del niño, para entregarle la copa al héroe, la tarea titánica y necesaria de dar la vuelta siempre se debe a los hinchas, a los feligreses, a ese mar azul que es tan único, a ese amor que sobrevive a todo. Sin embargo, el tigre es en definitiva alguien especial, uno de pocos. Desde su llegada a su tierra, el periodismo, sobre todo aquel personaje recalcitrante con alopecia que nos tiene agotaos a varios, los hinchas que rabiaron sus goles en el metropolitano y el exterior, e incluso algunos malos amantes del ballet azul, olvidadizos y tristes, decidieron bañarlo en críticas, burlas y reclamos, a él que todo lo ha dado, a él que fue el mejor mortal entre dioses, a él que siempre fue tan recto y tan virtuoso.
Ayer una vez más y quizá por última vez con la camiseta azul, nos dio una lección de honor, de amor y virtud. Como Políxena se dirigió a su tumba, con la frente en alto, y no sin antes condenar la fiesta de los vencedores, señalar su arrogancia y burlarla, para finalmente dejarse caer en la derrota. Al final de la nueva novela del colombiano Santiago Parga Introducción al fracaso, el autor invita a su lector a anotar sus fracasos y celebrarlos, yo escribiría nuestro fracaso de ayer, yo hablaría del tigre, y lo haría con la alegría del triunfo que permite el fracaso, ese que escapa al coaching y el estoicismo mal reencauchado, ese que se sabe miserable y sonríe con dignidad.
El tigre nos enseña, una vez más, que es en la mayor impotencia, en el destino fijado, donde podemos decidir la manera de caer. Es en la fragilidad humana donde está su belleza, es en el mundo contingente donde podemos ser realmente libres. Sin nada que agregar, tenía mucha razón ese filósofo colombiano que dijo que a veces perder es ganar un poco.
“La vida nos presenta sueños que, a veces, solo existen en el aire.
Aunque puedan parecer al alcance,
suelen convertirse en solo un breve instante de felicidad”(Radamel Falcao García, el de los pies ligeros).
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