Antes de convertirse en un ídolo de la música popular, fue niño de la calle y robó por hambre. Hoy, sus cicatrices cuentan la historia que su voz canta
Antes de ser el galán de la música popular, mucho antes de ser el ‘Rey del chupe’ y de llenar tarimas y hacer corear a miles con su “De bar en bar” o “Déjala que se vaya”, John Alex Castaño fue simplemente John Alexander, el hijo mayor de una madre soltera, criado debajo del escritorio de la recepción de un hotel barato en Itagüí. Su cuna fue una caja de cartón, su techo una historia marcada por el abandono, el hambre y los golpes. Y aunque hoy los reflectores lo sigan, el pasado no se borra: carga en la piel las cicatrices de los machetes, los puños y hasta una bala que le rozó la vida.
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Nació a la carrera, asistido por una partera improvisada. Nunca conoció a su padre biológico. El hombre, preso por violencia, nunca volvió. La madre, como pudo, escapó con su hijo en brazos hasta Belén de Umbría, Risaralda, donde comenzó otra historia. Pero no fue mejor. Se enamoró de un nuevo hombre, religioso, rígido, maltratador. Las palizas eran parte de la crianza, porque en su casa se creía que “al hombre se le hace con garrote”. Y a John Alex le tocó crecer recibiendo golpes como si fueran enseñanzas.
Las necesidades eran diarias. No había comida, ni zapatos, ni cuadernos. Ver televisión era un lujo ajeno. Él y sus hermanitos se paraban frente a la ventana del vecino a ver los Supercampeones, hasta que un día les cerraron la ventana en la cara. Esa humillación lo marcó. Juró que algún día compraría su propio televisor. Lo hizo. Cosechó café, reunió 23 mil pesos y lo compró en La Virginia. Pero esa noche, con el aparato en casa, recibió la golpiza más brutal de su vida. Sangre, lágrimas y un machete en la mano para defenderse. Ese día, a los diez años, se fue de casa. En pantaloneta, con frío y sin rumbo.
Se enfrentó solo a un mundo que no perdona. Aprendió a robar porque no había otra forma de comer. Su primer hurto fue una bicicleta mal parqueada. Se la llevó por miedo, más que por hambre. Años después, en un concierto, el dueño de esa bicicleta lo reconoció y en lugar de reclamarle, le pidió una foto. “Hoy me haces feliz con tu música”, le dijo. Así comenzó a reconciliarse con su pasado.
Pero no fue inmediato. En la calle aprendió a sobrevivir con la droga como cobija. Inhalar pegante le ayudaba a soportar el frío y la soledad. Robaba en buses, vendía lo que podía y dormía en cualquier rincón. La ley del más fuerte le enseñó que era mejor andar armado. Robó una pistola de un carro de seguridad en Pereira. Nunca quiso matar, pero entendió que una pistola abría más puertas que un palo.
Las heridas de esa época todavía le duelen. Una ceja abierta, varios cortes en la piel, un disparo que casi lo mata mientras huía tras un robo mal planeado. No podía ir al hospital. Estar herido era una sentencia: si llegaba a una clínica, la policía lo esperaba. Curarse era asunto de calle, de amigos y de suerte.
Un día volvió a casa. La madre apenas lo reconoció. Flaco, cansado, pero vivo. Se quedó tres días, comió como nunca y durmió como no recordaba. Luego se fue otra vez. Le prometió que volvería cuando tuviera casa y finca. Años después, cumplió.
Antes de ser artista, fue ayudante de cocina, domiciliario y hasta panadero. Hasta que conoció a un trovador de buses. “Yo me hago 30 mil diarios cantando”, le dijo el hombre. John Alex comparó: 14 horas de trabajo en un restaurante le daban 10 mil. Se fue con él a las busetas. Allí comenzó el mito del Machete, trovador paisa que transformó su voz en sustento. En un día llegaron a reunir 400 mil pesos.
Después vino la oportunidad. Un concierto en Pereira, ante 20 mil personas. Lo dejaron cantar una sola canción. Y la repitió cuatro veces. “Déjala que se vaya” se volvió su carta de presentación. De ahí en adelante, todo cambió.
Hoy, John Alex tiene lo que soñó. Casa, finca, familia. Pero no olvida de dónde viene. El frío de la calle aún lo visita en las noches. A veces se despierta creyendo que la policía lo corretea. A veces se toca las cicatrices y le duelen como el primer día. Ha enterrado amigos, ha visto morir a otros por menos. Ha esquivado la muerte. Y aunque se defiende diciendo que nunca fue adicto, sabe que vivió en el filo. Su historia es la de miles que no lograron salir. Pero él sí. Y cuando se sube a la tarima con su sombrero y su guitarra, no canta solo por despecho. Canta porque aún recuerda el sabor del hambre, el filo del machete, el estampido de una bala. Canta porque sobrevivió.
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