Una eventual condena a Uribe pondría a prueba la justicia, la democracia y la madurez institucional de Colombia, más allá de simpatías o rechazos políticos
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En un país donde las decisiones judiciales suelen ser interpretadas como triunfos o derrotas políticas, pensar en una posible condena al expresidente Álvaro Uribe Vélez obliga a ir más allá de simpatías o rechazos. No se trata de anticipar veredictos, la presunción de inocencia es piedra angular del Estado de derecho, sino de reflexionar sobre el significado institucional, político y simbólico que tendría una decisión de esa naturaleza.
La trayectoria de Uribe es incuestionable en términos de protagonismo nacional. Fue presidente durante dos periodos, senador, referente de múltiples sectores y catalizador de profundas transformaciones. También ha sido objeto de fuertes críticas, investigaciones y controversias que han marcado el pulso de la polarización política.
En ese contexto, una eventual condena penal no se agotaría en su dimensión individual. Su impacto tendría un alcance estructural: pondría a prueba la solidez del sistema judicial, el equilibrio entre poderes y la madurez democrática de Colombia. ¿Puede una sociedad aceptar que sus figuras históricas respondan ante la ley sin que eso suponga una crisis? Esa sería, quizá, la pregunta más honesta.
Desde el punto de vista jurídico, una sentencia condenatoria implicaría que la justicia puede operar sin excepciones, incluso cuando el investigado ha ocupado el cargo más alto del país. No se trata de castigar liderazgos, sino de validar un principio: la ley rige para todos.
Desde lo político, habría repercusiones inmediatas: el uribismo, como corriente, tendría que reinventarse; la oposición radical se vería tentada a capitalizar la situación; y sectores intermedios podrían encontrar espacio para construir un nuevo Centro Democrático. Pero más allá del reacomodo ideológico, lo esencial sería evitar que la justicia se instrumentalice como bandera de victoria o de persecución.
En términos sociales, el reto estará en evitar la ruptura institucional. Que el país no caiga en trincheras, que el fallo no sea visto como un ataque o una redención, sino como el ejercicio legítimo de un Estado de derecho que se respeta a sí mismo.
No sabemos qué decidirán los jueces. No es el momento de anticipar sentencias. Pero sí lo es de fortalecer los valores que nos sostienen como nación: la legalidad, la independencia judicial, el respeto al debido proceso y la confianza en que la justicia debe actuar con firmeza, pero también con imparcialidad.
El juicio no es solo de un hombre: será también un juicio sobre la capacidad de Colombia para dejar atrás el caudillismo sin caer en el revanchismo. Y en ese punto, gobierno, oposición y ciudadanía seremos protagonistas.
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