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Hace 90 años, cuando se produjo la trágica muerte de Carlos Gardel, por un absurdo accidente en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, el 14 de junio de 1935, Mariela Cruz Marín se aproximaba a la luz del mundo a bordo del vientre de su madre, en un paraje rural de Pijao, departamento del Quindío.
Si Gardel escribió con su vozarrón y su tinta sangre la historia rutilante de la melodía de arrabal, Mariela, entre tocadiscos, pastas sonoras, mesas rústicas y estanterías pletóricas de bebidas espirituosas, firmó por más de 50 años la memoria de la bohemia bogotana, inspirada en el «sentimiento triste que se baila», como definió a su majestad el tango el cantautor bonaerense Enrique Santos Discépolo.
Mariela, o Marielita, como la recuerda su clientela de varias generaciones, hizo del tango y del espíritu de Gardel un templo de la melopeya de barriada; un estilo de vida a media luz, cuando la bohemia capitalina era de tiro largo, y en bares, tabernas y cafés solo se hacía una pausa, al despuntar el alba, para inventariar, cuadrar caja, entregar el movimiento al administrador de turno, y limpiar los desechos de la noche.
El fervoroso amor de Mariela por Gardel, a partir de un expresivo retrato en blanco y negro que le compró a un desconocido, llegó a tal extremo de erigir su imagen, como la de un santo, en el altar de sus devociones, junto a otras como las del Sagrado Corazón, la Virgen de Guadalupe, el Divino Niño de Atocha y la Virgen de los Siete Pañales, a quienes, en un rincón de El Viejo Almacén, alumbraba y colmaba de flores
Si el corazón de Jesús más feo del mundo colgaba como cuadro de carnicería en la casa del campeón Martín Emilio ‘Cochise’ Rodríguez, del barrio Simón Bolívar de Medellín -como abre su legendaria crónica el profeta del Nadaísmo Gonzalo Arango-; Marielita ostentaba en su bar de Bogotá la fotografía de su amado Gardel: cabello engominado y sonrisa de comercial de dentrífico. «¡Qué bombón de hombre, ay Dios mío!», se jactaba la matrona del arrabal.

En su bar, las fechas de aniversario del nacimiento del Morocho del Abasto y la conmemorativa de su trágico fallecimiento, trascendieron hasta el final como una institución. Lo mismo que los cumpleaños de Mariela, cada 25 de noviembre, y los jolgorios que se armaban cuando los clientes de la casa celebraban cumpleaños, declaraban amores, o el pésame luctuoso de amigos y seres queridos con sus tangos y tragos preferidos.
A qué nostálgico copisolero de los que hoy peinan canas no le suena el nombre de El Viejo Almacén -guiño que Marielita le hizo al titular del restaurante bar del barrio San Telmo, de Buenos Aires-, que en el centro capitalino rodó por medía docena de locales, desde su apertura hasta su cierre definitivo, en 2020, por la bancarrota en cadena de la arrasadora peste mortal del coronavirus.
El Cambrión de Las Cruces
Todo empezó con una historia de amor que, en la efervescencia de la juventud, trenzaron Mariela Cruz Marín y Francisco Eladio Restrepo. Ella, una provinciana de Pijao, Quindío, y él, de Manizales: «Dos almas que en el mundo había unido Dios», y que luego de aventurar por Cali, Manizales, Medellín y Villavicencio, decidieron fijar su nido en Bogotá, a mediados de los años 50.
Por un recorte de periódico, Mariela y Francisco Eladio dieron con un local que estaban arrendando en el barrio Las Cruces. La idea era abrir una cantina ambientada con música del recuerdo impresa en cientos de pastas de 33, 78 y 45 revoluciones, que Pacho -como Marielita recuerda a su marido fallecido-, venía recaudando desde la adolescencia.
«El local era un rotico. No cabía más que el mostrador y cuatro mesas de cuatro sillas cada una», cita Mariela al teléfono, aquejada por un fuerte cuadro gripal, desde su casa de San Mateo, en Soacha. Lo bautizaron El Cambrión. En lenguaje de curtidos zapateros remendones, el macho de hierro colado que soporta el tacón del calzado femenino.
-En qué año lo inauguraron-, le pregunto a Mariela que, en noviembre próximo (si «el mundo que fue y será una porquería» no estalla en partículas de polvo nuclear), cumplirá 90 años.
-Ay, mijo, espere a ver si me acuerdo bien, porque no quiero que se me vayan las luces con la respuesta. ¿Como a finales de los 50?
-Como en 1964 o 65-, tercia Rosa Isabel Muñoz Tobón, de 70 años, reconocida en el ámbito tanguero como La Chava, fundadora de la Compañía Tango Danza, quien, hasta hace cinco años se ganaba la vida bailando, porque en un accidente de tránsito se fracturó la cadera.


«El Cambrión de Pacho y Mariela -continúa La Chava-, quedaba en la calle 3ª, entre carreras 9ª y 10ª, y fue anterior al bar de El Peinado, que estuvo ubicado en la calle 2ª, entre 7ª y 8ª. Allí, en ese local de Néstor Peinado y Teresa, su mujer, comencé a bailar tango de muchachita»
«Allá se bailaba con zapateros, peluqueros, con los de la plaza (de mercado), albañiles y malevos. Mariela y Pacho fueron compadres de El Peinado y Teresa. Muchos años después bailé en El Viejo Almacén, de Marielita, en el local más grande que tuvo en el centro, el que tenía tarima. Es que Mariela fue la mamá de todos nosotros, profesionales y aficionados del tango«.
La Chava, que fue discípula del recordado Che Arango, complementa que con su marido Bernardo Acevedo (fallecido hace 22 años), también tuvo bar en Las Cruces. «Eso fue por la década de los 90. Lo bautizamos El Boliche del Tango. Quedaba entre la Carrera 7ª, entre calles 2ª y 3ª».
«Era un local pequeñito, pero hacíamos alcanzar las baldosas para el dancing, y fue famoso, porque por ahí pasaron Armando Moreno (el Rey del Fox), Juan Carlos Godoy y Roberto Manzini. Por eso nos escogieron para bailar en la telenovela ‘Quieta Margarita'».
«El bar se acabó por las riñas y la inseguridad. Mariela, por su temple de matrona, que infundía respeto, duró más de 50 años, con su bar, que no lo acabó el malandraje sino el virus de la pandemia», concluye La Chava, madre de Carolina y Liliana, bailarinas de tango, quienes pagan el arriendo del apartamento donde ella vive, en el barrio Santa Fe, una cuadra arriba del Cementerio Central.
Del Cambrión al Viejo Almacén
El Cambrión, según Marielita, funcionó doce años en Las Cruces, cuna de Francisco Javier, el unigénito de Pacho y Mariela que, como en la letra de Celedonio Flores, interpretada por Julio Sossa, me acunaba en tangos la canción materna / que llamaba al sueño, / y vi el desfile de las inclemencias / con mis pobres ojos de llorar abiertos.
Letra visceral de hondo calado porque mientras que papá y mamá ponían discos y atendían mesas, Pachito, su crío, dormía acomodado entre cobijas en un antiguo cajón de madera, donde venía la cerveza. Francisco Javier perdió a su padre, por un infarto, cuando apenas frisaba 7 años, 45 ya de esa lamentable pérdida. Pachito, desde niño, se convirtió en la mano derecha de su mamá.
De Las Cruces, el bar de Mariela inició una ruta itinerante por el 7 de Agosto, Chapinero y el Centro, en un reducido local de la carrera 5ª, con calle 12C, a media cuadra del Teatro Popular de Bogotá, donde, para ingresar al baño, había que ladear la figura por los asientos de las cinco mesas.
El Viejo Almacén cosechó fama entre jóvenes y veteranos: estudiantes, profesores, artistas, teatreros, oficinistas, bohemios, descarriados, peregrinos de lejanas tierras. Mariela atendía de martes a sábado.
Los viernes, después de las 7 de la noche, no se podía entrar por el gentío, pero eso no era obstáculo para disfrutar afuera de la velada: unos sentados en el andén, otros recostados sobre la fachada y la ventana del bar, para captar mejor la música.
De esa sede vecina del TPB, Mariela se trasteó a un local enorme de la calle 12D con carrera 4ª, detrás de la Librería Lerner. Full barra y mobiliario, treinta mesas promedio, tarima, presentaciones en vivo, parejas de baile y milongas dominicales. Se imaginarán el costo de arriendo y mantenimiento. No obstante, el prestigio ganado, el negocio no prosperó como Mariela y su hijo lo habían anhelado.
Entregaron y se trasladaron diez pasos arriba, en un local mucho más pequeño que el anterior, que enfrentaba a los bares de salsa Cuba Antigua y El Antifaz, y el Café de los Poetas, de Homero Tabares.
Ese nuevo nicho del Viejo Almacén fue el más recordado por la calidez del lugar, la clientela generacional, sus puertas de vaivén, el retrato del Gardel sonriente, y las fotos de otros inmortales del tango como Agustín Magaldi, Homero Manzi, Alberto Gómez, el ‘Polaco’ Goyeneche y Aníbal Troilo.


Nostalgia del ayer
En el esplendor de esa añorada etapa, se abrían las puertas de El Viejo Almacén, y el jalonazo seductor era inmediato. La aguja del viejo tornamesa no paraba en su trajín de recorrer los surcos de vinilos, de más de 2.000, conservados en sobres de papel kraft que la matrona del tango disponía sin rotular en su escaparate, y que ella, con habilidades de prestidigitación, ubicaba a dedo limpio.
Los copisoleros se apropiaban de la barra, depositaria, entre copas y tangos, de un rosario de añoranzas, ilusiones fallidas y penas reprimidas, donde Mariela oficiaba de consejera, casamentera y psicoanalista.
Entre sorbos de anís y rezongos de bandoneón, Marielita prestaba oído, y repartía consejos de madre alcahueta y comprensiva. De ahí que se ganara el apelativo de madrecita, por arreglar noviazgos y matrimonios que se daban por perdidos. Varias veces fue elegida como madrina de bodas.
En El Viejo Almacén, cuando el disfrute y la bohemia alcanzaban máximos hervores, se producían retratos en vivo para enmarcar: al fondo sobresalía la melena nívea y la figura de oso redomado del poeta Mario Rivero, coreando a todo pulmón ‘Sur’, de Homero Manzi, para complacencia de sus adorables nínfulas.
Vecina de la mesa de Rivero, el también vate de las estatuas y los nadies, Juan Manuel Roca, arañaba bajo la mesa las sobras trasnochadas del café del mundo, mientras él dramaturgo y director del Teatro La Candelaria Santiago García, con la naricilla roja de payaso que le había puesto el publicista Carlos Duque para un estudio de fotografía, les hacía monerías a sus discípulas en flor.
Íngrimo en un extremo de la barra, Rubén Rafa, robusto enciclopedista rioplatense del tango, radiodifusor y experto en golf, gemía entre murmullos de milongas la tormentosa diáspora de su Buenos Aires querido.
En otro plano, chisporroteaba la alegría de la inolvidable guionista y productora cinematográfica Ana Piñeres, con sus rubios crespos erizados y sus ojos de luciérnaga sideral, llamando a Marielita con una copa en lo alto para que le repitiera ‘Balada para un loco’, en la voz arenosa de Adriana Varela.
Son innumerables los planos secuencia en todos los años del Viejo Almacén que, como todo lo bueno, también acaba. Finalizando el milenio, la mudanza del bar, con el infalible retrato de Gardel, fue a parar a un local sombrío de la Calle 14 con carrera 4ª, donde apenas duró un palmo, y en 2020, año del desastre por la peste global, naufragó en su última morada de la Calle 20 con carrera 4ª, tradicional sector de las pescaderías.


Se nos plateó la capocha (como cita el lunfardo a la cabeza) bajo el abrigo y el consuelo pródigo de Mariela Cruz Marín, estampa tutelar de la bohemia capitalina, a orillas de la edad nonagenaria.
Con todas sus bregas y desvelos como embajadora del tango por más de 50 años, Marielita se quedó sin conocer Buenos Aires, donde soñaba pasear por Corrientes, tomarse Caminito por una noche, recorrer los empedrados de San Telmo y llevarle flores a su Gardel del alma en el campo santo de La Chacarita.
Queda la memoria grata de uno de los bares de tango más añorados y frecuentados de Bogotá, y el registro de una pléyade de puntuales contertulios, coleccionistas y estudiosos de la música ciudadana, como el notable cantor y radiodifusor Roberto Aroldi, con más de 30 años al frente del programa Tanguedia, en Radio UNAL; la abogada y gestora cultural Laura Zuleta Ortiz; Óscar Rivillas, de El Cafetín de Buenos Aires; Mario Echeverri Baena, del Café Mercantil, Rogelio Salcedo y Mario Espinosa Cobaleda, de un sinnúmero de fieles del club de Mariela.
«La Matrona del Tango, mujer pequeña pero desbordante de alegría, cuyo corazón la convertía en madre adoptiva de los asiduos clientes de El Viejo Almacén: intelectuales, estudiantes, periodistas; mujeres de enigmática belleza como Mireya, la de la mirada triste, y el inolvidable Pascual, con quien Mariela solía discutir noche tras noche. En el fondo, todos nos sentíamos hermanos de Pachito, su retoño, invencible en sus batallas y victoriosa ante el olvido», reseña su nostalgia Roberto Aroldi.
Me despido de Mariela preguntándole si no ha vuelto por el centro a recoger los pasos de sus entrañables locales.
-Noooo, mijito, ya es muy poco lo que salgo. La última vez que salí fue para el día del padre, con Pachito, mi hijo, y mi hermana Omaira, a visitar a mi Francisco Eladio y a mi cuñado Olimpo Cárdenas, marido de Omaira.
Mariela me dejó sin palabras, porque de esta historia puede surgir el guion de una serie o telenovela. Retomando la letra de Malena, del poeta Homero Manzi, con melodía de Lucio Demare, Mariela sigue inspirando y derrochando tangos como ninguna.
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En vísperas de su dramático fallecimiento (24 de junio de 1935), Carlos Gardel cumplió a una gira apoteósica en Bogotá, con doce presentaciones de lleno hasta las lámparas en los teatros Real, Olympia y Nariño, y en la noche anterior a su viaje a Medellín, dio un concierto por La Voz de la Víctor, que hizo eco en los parlantes de la Plaza de Bolívar, con un promedio de 15.000 personas. Gardel estuvo acompañado por las guitarras de Domingo Riverol, Guillermo Barbieri y José María Aguilar, este último sobreviviente de la tragedia aérea. Antes de entonar Tomo y obligo, el último tango de su vida, pronunció unas sentidas palabras de agradecimiento:
«Me voy de Bogotá con la impresión de quedarme en el corazón de ustedes. Muchas gracias, amigos, por tanta amabilidad. Yo voy a ver a mi vieja pronto, y no sé si volveré, porque el hombre propone y Dios dispone. Pero es tal el encanto de esta tierra que me recibió y me despide como si fuera hijo propio, que la emoción no me deja hablar, y no puedo decirles adiós, sino hasta siempre, mis amigos».
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