Desde El Gran Combo hasta Niche, el empresario bogotano convirtió la pasión por la salsa en un negocio que mueve multitudes y revive leyendas sobre los escenarios
En un país donde la salsa parecía haber quedado archivada entre acetatos polvorientos y casetes gastados, donde los estadios se llenaban más por reguetón o pop que por trompetas y timbales, Ricardo Leyva hizo lo impensable: volvió a poner a la salsa en el centro del espectáculo. Y no en cualquier tarima. En El Campín, el coloso de Bogotá, donde hace décadas ningún salsero se atrevía a soñar con tocar. Lo logró con Viva la Salsa, el concierto que devolvió la gloria a un género que muchos daban por nostálgico. Y lo volverá a hacer el próximo 4 de julio.
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Leyva no es un improvisado. Lleva 40 años montando conciertos con la precisión de un cirujano y la audacia de un jugador de ruleta. Ha trabajado con todos, desde Paul McCartney hasta Vicente Fernández. Pero lo de Viva la Salsa es especial. Porque no se trata solo de música. Se trata de devolverle a Bogotá —esa ciudad que mezcla vallenato con electrónica y a veces olvida sus raíces— la fiesta, la emoción, la lágrima que se esconde tras un bolero salsero bien cantado.
Y eso comenzó, como tantas cosas buenas en su carrera, con una idea simple y una corazonada poderosa. Un día de hace más de un año, Ricardo Leyva pasaba frente al estadio El Campín. Lo miró como se mira a un viejo amigo con cuentas pendientes y le habló. “Te voy a llenar”, se dijo. Ya lo había hecho antes, con Carlos Vives y con otros gigantes. Pero esta vez no era un artista: era un género entero el que quería resucitar. Y lo hizo.
Todo empezó con una llamada. Andru, el director de la emisora El Sol, había propuesto celebrar los cinco años del programa radial con un concierto modesto, en el parque Simón Bolívar, con cuatro o cinco artistas. Leyva escuchó, agradeció la idea… y la transformó por completo. Propuso hacer el evento en El Campín, con más de diez figuras de la salsa de talla mundial. Porque si iba a hacerlo, tenía que ser en grande. Al principio parecía una locura. Pero cuando se vendieron más de 42 mil entradas, quedó claro que no lo era.
Ese es el estilo de Leyva: convertir lo improbable en inevitable. Lo hizo desde que era joven, cuando comenzó su carrera más por azar que por planificación. Su padre, periodista deportivo, lo forzó a estudiar odontología. Pero a él le gustaba la música. Se fue a Venezuela, trabajó en una disquera, y regresó a Colombia con la idea de replicar una sección musical que había visto en la prensa caraqueña. Así nació “Los Triunfadores” en el periódico El Tiempo, donde cada miércoles publicaba el ranking de emisoras y artistas más escuchados. La página fue un éxito. Todos querían estar ahí. Y él, aunque firmaba los textos, los escribía su papá.
Ese espacio lo catapultó al corazón de la industria musical. Lo conocieron todos: músicos, productores, disqueras. Y fue Alfredo Gutiérrez quien le propuso por primera vez organizar un concierto. El evento se hizo en Melgar y fue un éxito. A partir de ahí, Leyva ya no paró. Vino Celia Cruz, vino Wilfrido Vargas, vino El Gran Combo. De los clubes y salones pasó a coliseos, luego a estadios. Fue pionero en crear carteles con múltiples artistas por noche, una práctica que años después se volvió la norma.
Durante los años 90 y 2000 dominó la escena de conciertos en Colombia. Fue empresario de las Ferias de Cali, armó shows históricos en Cartagena, llenó estadios con artistas de todo tipo. Le enseñó a Shakira a moverse como estrella, estrenó el modelo de palcos con Vicente Fernández, trajo a Luis Miguel, Juan Gabriel, Serrat, Andrea Bocelli, Elton John, y Paul McCartney. Por mencionar unos pocos. Porque la lista es inabarcable.
Durante una década operó desde Miami, organizando giras por América Latina y Europa. Uno de sus hitos fue poner a Vicente Fernández en el Palacio de los Deportes de Madrid y luego en Barcelona, con taquillas agotadas. Pero su lugar siempre fue Colombia. Y su marca, llenar estadios. No por ego, sino porque entendía algo simple: la gente no va a un concierto solo a ver un artista. Va a vivir una experiencia. Y él sabe cómo darla.
Claro, no todo ha sido éxito. Leyva ha probado el sabor amargo del fracaso. Conciertos que no vendieron, deudas que lo asfixiaron, artistas caprichosos, managers insoportables. Ha perdido mucho dinero. Pero se ha levantado una y otra vez. Tiene, como dice él mismo, las siete vidas del gato, y parece que ya las renovó todas.
Hoy, a sus 40 años de carrera, ya no corre los riesgos que corría antes. No se endeuda por un artista que no le convence. No ruega por caprichos. Solo hace lo que disfruta. Y en eso, Viva la Salsa es el ejemplo perfecto: una apuesta que combina experiencia, intuición y pasión. Una celebración del ritmo que marcó generaciones. Una fiesta pensada no para llenar bolsillos, sino para poner a bailar a un país entero.
Ricardo Leyva es, sin duda, el papá de los conciertos en Colombia. No porque lo diga él, ni porque lo certifiquen sus cifras, sino porque su nombre se convirtió en garantía. Donde aparece, hay música buena, producción impecable y un ambiente que no se compra: se construye con años de oficio y amor por el escenario.
Este 4 de julio, El Campín volverá a temblar al ritmo de la salsa. Y detrás de esa tarima gigante, entre cables, luces y coros, estará Ricardo Leyva. Probablemente con su chaqueta negra, su pelo liso y su sonrisa intacta. Dando la orden que más le gusta gritar: “¡Abran las puertas!”. Porque mientras haya gente dispuesta a bailar, él seguirá armando fiestas. Así no sea por dinero, sino porque, en el fondo, eso es lo que lo mantiene joven: la música, la emoción y el arte de hacer vibrar multitudes.
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