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Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo – y particularmente del país -, es que la ética parece haberse desvanecido del ejercicio político. La ética, entendida como la capacidad de discernir los valores que orientan nuestras prácticas humanas frente al mundo —en nuestras relaciones con otros seres humanos, con la naturaleza y, sobre todo, en las formas de ejercer el poder—, se ha ido alejando del centro del vínculo social y de la política como ejercicio noble de lo público.
¿Dónde está entonces la política? ¿Por dónde circula hoy su energía? Todo indica que está más cerca del cálculo económico, de la rentabilidad del poder, de la lógica de ganadores y perdedores, y de las múltiples violencias que terminan marcando la vida pública: simbólicas, sociales, mediáticas, incluso psicopolíticas.
Tal vez esta lectura parezca radical o incluso pesimista, pero veamos algunos hechos recientes que nos pueden ayudar a calibrar si es exagerada:
- Que el Congreso, el espacio por excelencia del debate democrático, se haya cerrado en banda a la discusión de las reformas sociales fundamentales —como la laboral y la de salud—, al punto de requerir que la ciudadanía se movilice masivamente para forzar una mínima apertura, no es simplemente un impasse legislativo: es una señal de desconexión ética con los clamores del pueblo.
- Que los recursos públicos destinados a la prevención y atención de riesgos —literalmente pensados para salvar vidas— hayan sido saqueados, involucrando tanto a funcionarios del gobierno como a congresistas de la oposición, evidencia que la corrupción ha dejado de ser excepcional y se ha vuelto estructural, transversal y profundamente cínica.
- Que los atentados violentos contra un precandidato presidencial sean aprovechados por sus adversarios o aliados como instrumento de oportunismo político, en una lógica de espectáculo, es una muestra de cómo el dolor se trivializa y se convierte en insumo para la manipulación, en lugar de ser ocasión de reflexión colectiva.
- Que gran parte de los actuales gobernantes, tanto locales como nacionales, estén más concentrados en las próximas elecciones que en ejecutar con seriedad sus programas de gobierno, muestra una política atrapada en el cortoplacismo, el clientelismo y el egoísmo partidista.
- Que las coaliciones políticas que se están gestando de cara al próximo periodo electoral —en todos los frentes— se parezcan más a un campeonato de maltratos, venganzas y traiciones, que a una conversación seria sobre proyectos de país, es la confirmación de que seguimos confundiendo la aritmética de los votos con el arte de gobernar.
Ante este panorama, no importa tanto qué facción gane en las urnas, sino con qué ética lo haga. Necesitamos que los nuevos procesos políticos impliquen, de verdad, un relevo generacional – no solo etario, sino ético y cultural -, que las nuevas figuras del poder se aparten decididamente de esa forma salvaje de entender la política como una extensión de la guerra o un derivado de la economía especulativa, y nos reencuentren con la educación, con la cultura y con la política como espacio de virtud cívica, de respeto a la diferencia y de construcción de bien común.
Para avanzar en esa dirección, no basta con esperar que los liderazgos cambien desde arriba. Las ciudadanías tenemos la tarea urgente de abrir el debate, de exigir transparencia, de hacernos cargo del sentido de lo público. No podemos seguir aceptando que se nos trate como masa moldeable, como clientela pasiva o como ejército electoral de contratistas, porque si no despertamos del letargo, seguiremos viendo en redes sociales y noticieros la misma tragicomedia de corrupción, caudillismos, improvisación y cinismo.
Nos corresponde exigir más coherencia, más responsabilidad, más propuestas tangibles, más pedagogía política y más generosidad con la vida y el destino compartido de país. Porque donde falta ética, lo que hay es un vacío que no se llena con slogans ni con likes, sino con virtud política y compromiso real.
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