El túnel de Sabato refleja el aislamiento y la angustia existencial de un siglo sin certezas, donde la búsqueda de autenticidad revela nuestra profunda soledad
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El túnel, escrita por Ernesto Sabato en 1948, se inscribe en una época de tensión existencial en la literatura latinoamericana. La obra surge en un contexto en el que las corrientes filosóficas existencialistas, influenciadas por autores europeos como Sartre, Kierkegaard y Nietzsche, comenzaban a incidir en la sensibilidad literaria y cultural de la región.
Los críticos han reconocido que, si bien la novela ha sido catalogada como existencialista, la definición clara de este género en la crítica resulta esquiva y sujetable a múltiples interpretaciones. Sin embargo, esta ambigüedad no disminuye la fuerza de sus temas: el aislamiento, la soledad y la búsqueda de autenticidad se manifiestan de forma contundente a través del monólogo interior del protagonista.
En 1948, mientras el mundo intentaba recomponerse de las heridas de la guerra, Ernesto Sabato escribió El túnel, una novela que capturó con crudeza el malestar de una época. No era solo el reflejo de un individuo atormentado, sino el síntoma de un siglo que había perdido certezas. Las filosofías de Sartre y Kierkegaard, con su énfasis en la angustia y la libertad radical, ya se escuchaban en Europa, pero en América Latina encontraron un eco distinto: una mezcla de desarraigo y fervor por definir una identidad propia. Sabato, físico de formación y artista por vocación, supo plasmar esa tensión en la voz de Juan Pablo Castel, un pintor obsesionado con la imposibilidad de ser comprendido.
Lo fascinante de El túnel no es solo su trama, sino cómo convierte la soledad en un paisaje universal. Castel no es un héroe ni un mártir; es un hombre que, como muchos de nosotros, choca contra los límites de su propia subjetividad. Su monólogo no es un ejercicio de egocentrismo, sino la confesión desesperada de quien descubre que el amor, lejos de salvar, puede convertirse en otro espejo que devuelve la imagen de nuestra fragilidad. Aquí la literatura se acerca a la psicología: ¿acaso no escribió Freud que el ser humano está condenado a repetir sus patrones, incluso cuando busca escapar de ellos? Castel, en su búsqueda de María Iribarne, no hace más que perseguir una proyección de sí mismo, como si el otro solo existiera para confirmar sus miedos o sus anhelos.
Como con Sor Juana Inés de la Cruz, recluida en su celda, escribiendo versos sobre el conocimiento y la culpa; o en Borges, jugando con laberintos que son metáforas de la mente humana. Sabato hereda esa tradición, pero la lleva al extremo: su túnel no tiene salida porque la autenticidad, esa quimera que perseguimos, quizá no sea más que el coraje de aceptar que estamos solos. Y, sin embargo, ahí radica su paradoja más honda: al narrar su aislamiento, nos habla a todos. Como en el eco, condenado a repetir las palabras de otros, descubrimos que incluso en el silencio hay un diálogo sordo con el mundo.
El túnel no es una novela sobre la incomunicación, sino sobre el vértigo de mirarse solo y alienado. En un siglo obsesionado con la productividad y la imagen, Sabato nos recuerda que la literatura sigue siendo ese espacio incómodo donde, como en el cuadro de Castel, alguien puede gritar: «Aquí estoy, ¿no lo ves?». La respuesta, claro, duele: a veces nadie mira. Pero quizá, en ese instante de lucidez, encontramos la única libertad real: la de elegir cómo habitamos nuestra propia oscuridad.
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