Fue empleada del servicio y obrera, aprendió a trabajar el acero y luego a hacer tejos profesionales que hoy se exportan a Estados Unidos, España y México
En la vereda Pascatá, en Turmequé, Boyacá —la capital mundial del tejo— nació hace 68 años Alcira Robayo Ramírez. En su sangre corría la memoria de su ancestro, el Cacique Diego de Torres y Moyachoque, conocido como el Cacique Turmequé. Pero su destino, como el de tantas niñas pobres del campo, no parecía tener nada de nobleza.
Cuando tenía apenas seis años, su madre —ahogada por la pobreza— decidió entregarla a una madrina en Bogotá para que pudiera estudiar. Pero el sueño de libros y cuadernos pronto se convirtió en una pesadilla: Alcira llegó a la ciudad para ser empleada doméstica en la casa de su madrina. A los nueve años, harta de aquella vida, intentó escapar saltando una pared hacia la calle. La atraparon a las cuatro cuadras y la devolvieron a la vereda.
No tardaron en volver a entregarla, esta vez a otra madrina, que la puso a trabajar como obrera en el pueblo. Alcira, que parecía traer el espíritu rebelde del Cacique en las venas, no se resignó. Sola y sin permiso, tomó un bus intermunicipal y regresó a Bogotá, donde fue a parar a la casa de su tío Secundino Ramírez, hermano de su madre.
El tío no pudo cuidarla y la entregó a otra familia para que trabajara como sirvienta. Allí pasó cuatro años encerrada bajo llave, sin poder salir ni sola ni acompañada. Ya adolescente, y cada vez más desesperada, encontró la manera de huir de ese encierro. Se refugió en la casa de un familiar de sus patrones, donde trabajó un año más, hasta que a los 17 decidió buscar a una tía suya, que vivía en el sur de Bogotá, en el barrio Fátima.
Con su tía por fin respiró un poco. La matricularon en un colegio y pudo ir a clases, aunque la ilusión duró poco: sólo alcanzó a cursar hasta segundo de primaria antes de volver al trabajo. Se empleó en un taller de latonería y pintura de carros de una prima, donde aprendió a manejar herramientas, grasas y metales. Allí conoció a Luis Gildardo Baquero, un hombre mayor que tenía un torno mecánico en la calle 11 con carrera 15, cerca del Bronx, y con él se casó a los 19 años.

Luis fabricaba piezas metálicas para carros: flanches, tornillos, uniones de mofles y motores. Un día, un cliente pidió que le hicieran unas piezas para tejo. Luis no tenía idea de cómo hacerlo, pero Alcira sí: en su pueblo el tejo era parte de la vida. Para cuando nació su segundo hijo, con apenas 21 años, ya se había metido de lleno en la fabricación de tejos de hierro colado y forjado.
Durante un tiempo, el taller prosperó. Pero el matrimonio no. Luis no soportaba ver a Alcira tan metida en el trabajo, y ella no estaba dispuesta a encerrarse en casa a cuidar niños. Después de cuatro años, con cuatro hijos, la pareja se separó. Alcira tenía sólo 23 años y la determinación de seguir.
Sin marido y sin respaldo, decidió arrancar por su cuenta. Montó su propio taller, aunque poco sabía del negocio. En tres ocasiones la estafaron, pero ella no se rindió. Con apenas mil pesos de inversión y dos manos incansables, a los 25 años fundó su propia empresa, en la calle 14 con carrera 20: la llamó El Palacio del Tejo. Contrató empleados, enseñó el oficio, y cuando estos aprendieron, le montaron la competencia. Perdió el negocio, incluso el nombre, porque nunca lo había registrado.
Pero ella volvió a empezar. Cuando por fin la empresa despegó en Bogotá, empezó a viajar por Boyacá y Cundinamarca, luego a la costa atlántica y Risaralda. Después cruzó fronteras: vendió sus tejos en Venezuela, Ecuador y hoy los exporta a Estados Unidos, México y España.
En esos años, los tejos que fabricaba valían apenas un peso y la gente hacía fila los sábados para comprarlos. La calidad era tal que los clientes mismos se encargaron de correr la voz. Así se convirtió en la única mujer fabricante de tejos en Colombia, conocida por hacer los mejores del país con acero inoxidable importado de Brasil y manganeso.


Hoy, a sus 68 años, dirige la Fábrica de Tejos Turmequé, en el barrio Ricaurte, carrera 25a #11–12b. Ya no fabrica cien tejos al día como antes; ahora trabaja por encargo, principalmente para la Federación Nacional de Tejo. Sus piezas más pequeñas, los “pony”, cuestan 60 mil pesos. Las más lujosas, hechas de manganeso y con pesos especiales, pueden superar el millón y medio. Los tejos de acero puro oscilan entre 200 y 400 mil pesos, dependiendo del encargo.
Su nombre es sinónimo de calidad en el mundo del tejo. Alcira Robayo Ramírez —la niña que un día saltó un muro para escapar— se convirtió en una empresaria que supo forjar, a golpe de martillo y carácter, un oficio y un destino y hoy haciendo tejos nadie le gana.
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