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El país ha vivido siempre en trance de Constituyente. La idea de que la Constitución de 1886 duro cien años es puro cuento. En 1905 Rafael Reyes hizo una constituyente para atornillarse en el poder, en 1910 Ramón González Valencia otra que trató de actualizar el texto al siglo XX, en 1951 otra de Laureano Gómez, que terminó tumbándolo, en1958 otra con la creación del Frente Nacional, casi todas con miembros elegidos a dedo. En el entretanto hubo varios intentos frustrados y reformas sustanciales aprobadas por el Congreso. La Constitución de 1886 tuvo 74 reformas y el texto final cambiado en 1991 no era ni la sombra del original.
Dados esos antecedentes, la Asamblea Constitucional de 1991, que fue convocada inventándose un procedimiento avalado por la Corte Suprema de Justicia, puesto que no existía una manera legal de hacerlo, estableció con detalle el procedimiento para su posterior convocatoria y otros mecanismos de participación popular. Ya lleva 55 reformas, así que está muy lejos de haber sido escrita en mármol.
Es en ese contexto que hay que entender la propuesta, o apuesta más bien, del gobierno de convocar una constituyente. La mayor tradición colombiana de asambleas constitucionales incluyendo las del siglo XIX, ha sido que se convocaron por quienes ganaron la guerra o tenían el poder político para hacerlo sin pararse mucho en pelillos legales. Sólo que ahora si es muy distinto porque el gobierno ni tiene el poder político para hacerlo, ni le alcanza el tiempo, ni puede saltarse las normas establecidas.
Pedir que se meta una papeleta en las urnas en la elección parlamentaria de marzo de 2026 y que de ese resultado se desprenda una convocatoria no tiene pies ni cabeza
Preguntarle al pueblo, que somos todos, si quiere una nueva constitución, es lo que la Constitución vigente denomina consulta popular, que debe tener al menos una enumeración de los temas, no puede coincidir con otra elección, necesita el concepto favorable del Senado y debe ser votada por la tercera parte del censo electoral. Si se aprueba es un mandato para que el Congreso en los dos años siguientes adelante el proceso de convocatoria. Acabamos de pasar por allí. Pedir que se meta una papeleta en las urnas en la elección parlamentaria de marzo de 2026 y que de ese resultado se desprenda una convocatoria no tiene pies ni cabeza.
Cosa muy distinta es que el país de verdad necesite una Constituyente. El mundo político se ha llenado de temores desde hace 20 años de que sea un instrumento del gobierno de turno para perpetuarse en el poder y lo han demonizado. Pero cualquier analista diría que en Colombia la política, que es la madre de todos los males, no funciona; que hay que reinventar los mecanismos electorales y partidistas, plagados de corrupción; que hay que limitar el régimen presidencialista, hoy desbordado; que hay que hacer operativa la justicia, que hoy es el reino de la impunidad; que hay que crear verdaderas formas de descentralización, hoy concentrada en la capital. Y que el Congreso ha demostrado que es incapaz de hacer esas reformas.
No habría una iniciativa más valiosa para el nuevo gobierno que reunir a todas las fuerzas políticas alrededor de la convocatoria de una Asamblea Constituyente que busque remediar todos esos males que nos agobian. Es la tarea para alguien que comienza no para alguien que termina. Maravillosa la Constitución de 1991, o lo que queda de ella. Pero claramente no está sirviendo para gobernar al país. La impertinente y extemporánea iniciativa del gobierno, que no tiene la menor posibilidad de salir adelante, sirve al menos para recordar que esa es una tarea urgente que está por hacer.
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