La Guajira cumple 60 años no con fiesta, sino con una herida abierta: corrupción, saqueo y abandono han sepultado su enorme potencial y esperanza colectiva
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Este primero de julio de 2025 se cumplen 60 años desde que La Guajira fue erigida como departamento. Es una fecha que invita, más que a celebrar, a pensar. A conmemorar, sí, pero desde la memoria crítica y la responsabilidad colectiva. Porque lo que se ha vivido aquí en seis décadas no es una historia lineal de desarrollo, sino una sucesión de traiciones, fracturas sociales, bonanzas fugaces y una corrupción estructural que ha saqueado el futuro.
En los años 60, la economía agroindustrial, ganadera y comercial representaba más del 77 % del PIB regional; el hambre no era parte del paisaje. Los jóvenes eran el rostro del porvenir: estudiaban, hacían deporte, y soñaban con transformar su territorio. La política, aún rudimentaria, se debatía entre ideas: liberalismo, conservatismo, izquierda. Los centros educativos eran los sitios que atraían a la niñez y a la juventud, donde se empezaban a formar los futuros cuadros técnicos y profesionales para un desarrollo endógeno.
Pero todo cambió con la llegada de la Bonanza Marimbera (1975–1985). Esa súbita avalancha de dinero fácil —proveniente del narcotráfico— no solo trajo armas, carros lujosos y asesinatos, sino que desplazó a la educación, al trabajo honrado y al deporte como referentes sociales. El marimbero se volvió el nuevo modelo: arrogante, impune, violento. Y con él se consolidó un nuevo poder económico, emergente y ajeno al mérito, que terminó por tomarse el poder político. Ese daño cultural ha trascendido las generaciones.
Con el tiempo, este modelo capturó también las instituciones. La Universidad de La Guajira que nació en pleno boom marimbero, llamada a ser centro de saber y cambio, fue convertida en una bolsa de empleo de la politiquería, administrada por rectores sin visión académica, ajenos a la investigación o la proyección social. La enseñanza se redujo a memorizar y repetir. En sus inicios, docentes con alta formación académica de otras regiones se negaban a venir por miedo al ambiente de violencia, drogas y corrupción. La “marimbería” lo trastocó todo.
Y cuando esa bonanza se extinguió, llegó otra, aún más devastadora en su legalidad: la bonanza minera del carbón, con la entrada de Exxon y Cerrejón en los años 80. Nuevamente, llegaron los gringos, esta vez no en avionetas a buscar marihuana, sino en aviones ejecutivos, a extraer el carbón menos sucio del mundo en una de las mayores minas a cielo abierto del planeta. Se necesitaban ingenieros y técnicos; los guajiros, hundidos en la resaca de la marimba, lloraban a sus muertos mientras otros negociaban su subsuelo.
Desde entonces, millones de dólares han pasado por este joven departamento, en regalías, contratos, y transferencias. Y, sin embargo, La Guajira figura, año tras año, entre los territorios con mayor pobreza, desnutrición, analfabetismo y mortalidad materna e infantil del país y del subcontinente latinoamericano. ¿Cómo explicar que una región con semejante renta natural tenga niños que mueren de sed y hambre en pleno siglo XXI?
La respuesta es brutal, pero simple: corrupción, contratocracia y mediocridad institucional. Las élites políticas regionales, en connivencia con actores externos, convirtieron la administración pública en una “bonanza personal”, ajena a todo interés colectivo. La política dejó de ser un ejercicio de servicio y se volvió un juego de mafias donde no importan las ideas, sino los contratos. Un sector del pueblo, rendido, se adaptó; otro, hastiado, se retiró. Unos pocos resistieron y siguen resistiendo.
Hoy, al cumplir 60 años como departamento, La Guajira está ante una encrucijada: seguir secuestrada por una casta política degradada o recuperar el sentido ético, cultural y ambiental de su territorio. Por eso, esta conmemoración no puede limitarse a actos protocolarios, desfiles de moda, parrandas vallenatas, discursos oficiales ni izadas de bandera. No basta con sellos institucionales y palabras grandilocuentes. Conmemorar los 60 años del Departamento de La Guajira requiere mucho más: exige una interpelación colectiva.
Es el momento de mirarnos al espejo como sociedad y preguntarnos con honestidad y valentía qué pasó con todo ese potencial que teníamos. Aquella región rica en recursos, en cultura, en juventudes, con ganas de aprender y transformar, ¿en qué momento fue desviada del camino de la esperanza? ¿Quiénes se beneficiaron realmente del despojo? ¿Qué élites, qué empresas, qué partidos, qué redes de poder han hecho de La Guajira su finca personal, su mina, su negocio, su botín?
Y sobre todo, debemos preguntarnos sin evasivas: ¿a quién le conviene que La Guajira siga empobrecida, excluida, saqueada? ¿A quién sirve este subdesarrollo programado que mantiene al pueblo dividido, desmovilizado y sin acceso a los derechos básicos? Estas preguntas no buscan culpables individuales, sino responsabilidades colectivas y sistémicas. Porque mientras no se nombre la verdad, mientras no se escuche la voz de quienes resisten desde las comunidades, mientras no se repare el daño histórico, La Guajira no podrá empezar a sanar.
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