El Congreso premió a una influencer por «representar a la mujer colombiana», generando críticas por banalizar el mérito y priorizar la apariencia sobre el esfuerzo
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Cuando las curules se convierten en pasarelas y los reconocimientos en mera bazofia mediática, Colombia debe preguntarse qué clase de circo dirige su Legislativo.
La reciente condecoración a una 𝙞𝙣𝙛𝙡𝙪𝙚𝙣𝙘𝙚𝙧 por «representar a la mujer colombiana» no es solo un error: 𝗲𝘀 𝘂𝗻𝗮 𝗽𝘂𝗻̃𝗮𝗹𝗮𝗱𝗮 𝗮𝗹 𝗺𝗲́𝗿𝗶𝘁𝗼, 𝘂𝗻𝗮 𝗯𝘂𝗿𝗹𝗮 𝗮𝗹 𝗲𝘀𝗳𝘂𝗲𝗿𝘇𝗼 𝘆 𝘂𝗻 𝗲𝘀𝗽𝗮𝗹𝗱𝗮𝗿𝗮𝘇𝗼 𝗮 𝗹𝗮 𝘃𝗮𝗰𝘂𝗶𝗱𝗮𝗱 𝗱𝗶𝘀𝗳𝗿𝗮𝘇𝗮𝗱𝗮 𝗱𝗲 𝗲𝗺𝗽𝗼𝗱𝗲𝗿𝗮𝗺𝗶𝗲𝗻𝘁𝗼.
Mientras ustedes aplauden cuerpos esculpidos por bisturíes y vidas editadas por filtros, ¿𝙙𝙤́𝙣𝙙𝙚 𝙚𝙨𝙩𝙖́ 𝙚𝙡 𝙝𝙤𝙢𝙚𝙣𝙖𝙟𝙚 𝙖 𝙡𝙖𝙨 𝙫𝙚𝙧𝙙𝙖𝙙𝙚𝙧𝙖𝙨 𝙩𝙞𝙩𝙖𝙣𝙖𝙨? A las mujeres que sudan la camiseta en los campos cafeteros de Risaralda; a las científicas del Instituto Humboldt descifrando nuestra biodiversidad; a las lideresas indígenas del Cauca defendiendo el territorio a costa de sus vidas; a las madres en Soacha levantando hijos con tres trabajos y dignidad a prueba de balas a nuestras mujeres vallecaucanas emprendedoras, Esas sí son «𝗯𝗲𝗿𝗿𝗮𝗰𝗮𝘀»: construyen país mientras su 𝗶𝗻𝗳𝗹𝘂𝗲𝗻𝗰𝗲𝗿 construye likes.
Este premio es más que un mal gusto: 𝗲𝘀 𝘂𝗻 𝗺𝗲𝗻𝘀𝗮𝗷𝗲 𝘁𝗼́𝘅𝗶𝗰𝗼. Le dice a las niñas que su valor está en el contorno de sus caderas, no en su inteligencia. Que un escote vale más que un título universitario. Que la autoexplotación digital es un camino legítimo al reconocimiento. ¿𝙀𝙨 𝙚𝙨𝙩𝙚 𝙚𝙡 «𝙚𝙟𝙚𝙢𝙥𝙡𝙤» 𝙦𝙪𝙚 𝙥𝙖𝙩𝙧𝙤𝙘𝙞𝙣𝙖 𝙚𝙡 𝘾𝙤𝙣𝙜𝙧𝙚𝙨o? Mientras los trastornos alimenticios aumentan en adolescentes y la autoestima femenina se desploma ante estándares imposibles, ustedes financian el problema con aplausos y pergaminos.
No se equivoquen: no hablo de puritanismo. Hablo de 𝙥𝙧𝙞𝙤𝙧𝙞𝙙𝙖𝙙𝙚𝙨 𝙣𝙖𝙘𝙞𝙤𝙣𝙖𝙡𝙚𝙨. Un Congreso que premia la frivolidad en tiempos de hambre, que gasta oxígeno político en 𝘁𝗿𝗲𝗻𝗱𝗶𝗻𝗴 𝘁𝗼𝗽𝗶𝗰𝘀 mientras el Chocó y buenaventura se muere sin agua potable, que confunde 𝗲𝗻𝗴𝗮𝗴𝗲𝗺𝗲𝗻𝘁 con relevancia social, 𝗵𝗮 𝗽𝗲𝗿𝗱𝗶𝗱𝗼 𝗹𝗮 𝗯𝗿𝘂́𝗷𝘂𝗹𝗮 𝗺𝗼𝗿𝗮𝗹. Es la misma lógica que vende circo sin pan.
Que quede claro: la indignación no es contra una mujer, sino contra un sistema perverso. Contra una 𝗰𝘂𝗹𝘁𝘂𝗿𝗮 𝗽𝗼𝗹𝗶́𝘁𝗶𝗰𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗯𝗮𝗻𝗮𝗹𝗶𝘇𝗮 𝗹𝗼 𝗽𝘂́𝗯𝗹𝗶𝗰𝗼, que secuestra símbolos de progreso para convertirlos en souvenirs de plástico. Mientras Colombia arde, ustedes decoran el incendio con purpurina.
Señores del Capitolio: bajen de su nube de vanidad, Rescaten el decoro, si buscan heroínas, miren a las bordadoras de Cartago tejiendo cultura entre balas; a las enfermeras de La Guajira caminando kilómetros para una vacuna; a las juezas de Medellín sentenciando mafias con valor temerario. 𝗘𝘀𝗮 𝗖𝗼𝗹𝗼𝗺𝗯𝗶𝗮 𝗿𝗲𝗮𝗹 —𝘀𝘂𝗱𝗮, 𝗹𝘂𝗰𝗵𝗮 𝘆 𝗿𝗲𝘀𝗶𝘀𝘁𝗲— 𝗺𝗲𝗿𝗲𝗰𝗲 𝘀𝘂 𝗮𝗽𝗹𝗮𝘂𝘀𝗼, 𝗻𝗼 𝘂𝗻 𝗮𝗹𝗴𝗼𝗿𝗶𝘁𝗺𝗼.
Premiar lo superficial en un país con heridas tan profundas no es solo torpeza: 𝗲𝘀 𝘁𝗿𝗮𝗶𝗰𝗶𝗼́𝗻 𝗮𝗹 𝘀𝗲𝗿𝘃𝗶𝗰𝗶𝗼 𝗽𝘂́𝗯𝗹𝗶𝗰𝗼. Que la próxima condecoración sea para quienes tejen patria con manos callosas, no con «stories» efímeras. O mejor aún, guárdense los pergaminos, Colombia merece legisladores, no coreógrafos de espectáculos bochornosos.
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