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El señor que estaba sentado a mi lado hablaba por celular con algún familiar y le decía que, gracias a que era persona mayor, lo habían dejado entrar sin hacer colas para renovar su pasaporte. “Las ventajas de ser un cucho”, le dijo a su interlocutor. Yo sonreí, pues había sido beneficiario del mismo trato. No demoré más de 15 minutos en la oficina de Cancillería para realizar el trámite, gracias al calendario que ya me marca más de siete pisos. Qué buen trato a mujeres embarazadas, personas con niños, y a nosotros, los mayores. Y vaya eficiencia, pese a los presagios de escasez de las codiciadas libreticas que, según parece, se harán bajo un convenio entre los gobiernos de Portugal y Colombia que todavía está en veremos.
Comencé por esta anécdota porque me llevó a pensar en otra cara del trato a las personas mayores. Una que parece amable, incluso afectuosa, pero que muchas veces está impregnada de prejuicios que resultan, en realidad, ofensivos. Me refiero a la infantilización.
Es una forma de trato que ocurre en distintos contextos, aunque se hace especialmente evidente en clínicas y hospitales. Con toda la buena fe, alguna enfermera o cuidador puede acercarse y, presumiendo de empatía, preguntar: “¿Cómo está mi viejito hermoso hoy?” o “¿Ya se tomó la sopita?”. Son frases que, aunque puedan sonar tiernas, reducen a las personas mayores a figuras infantiles, anulando su historia, su madurez, su autoridad.
Una variante común es la de hablar sobre ellos en tercera persona, aunque estén presentes: “¿Y la abuelita se ha portado bien?” o “¿Ella come solita?”. Esta forma de trato no solo invisibiliza, sino que niega su capacidad de agencia, su derecho a ser parte activa de decisiones que los afectan directamente. Parecen gestos de cuidado, pero son profundamente despersonalizadores. No se les llama por su nombre ni se les reconoce su identidad real: se les encasilla en etiquetas genéricas, como “abuelita”, “viejito”, “mamita”, incluso cuando no hay ninguna relación familiar.
También es común la tendencia al sobrecuidado, una forma de paternalismo que, con la excusa de proteger, termina por anular la autonomía: ayudarles a caminar cuando no lo necesitan, darles comida en la boca sin que lo pidan, hablar por ellos sin haber sido solicitados. Es la anulación de la capacidad por la vía del exceso de atención.
Es la anulación de la capacidad por la vía del exceso de atención
Este tipo de actitudes no son excepciones. Están ancladas en una serie de creencias muy extendidas sobre la vejez. Algunas son de este tipo: “los viejos ya no aprenden”, “los mayores no son aptos para trabajar”, “no pueden con la tecnología”, “ya vivieron lo que tenían que vivir”. Ideas falsas que, repetidas una y otra vez, terminan moldeando el trato cotidiano y excluyendo a millones de personas de una participación activa en la vida social.
El tema de las personas mayores es, en realidad, complejo y profundo. Comienza con la diversidad de situaciones, por ejemplo, las económicas: en Colombia, solo uno de cada cuatro hombres logra pensionarse, y apenas una de cada ocho mujeres accede a un retiro remunerado. Hay diferencias regionales importantes, desigualdad en el acceso a la salud, y también cambios en la estructura del hogar: muchas personas mayores viven solas, y una proporción apreciable debe seguir trabajando. No pertenecen, oficialmente, a la oferta laboral.
Pero más allá de las cifras, hay un hecho ineludible: las personas mayores están ocupando cada vez más espacio en el edificio social. En los años 60 del siglo pasado, solo el 4% de los colombianos tenía más de 60 años. Hoy, ya son el 15%; es decir, más de 8 millones de personas. Para el 2050 —que está aquí no más— serán una cuarta parte de la población. Y aunque a muchos jóvenes les parezca que este cuento no les corresponde, ocurre que sí: cualquiera que hoy tenga 35 años será parte de esa legión en solo 25 años.
Por eso es urgente desmontar el andamiaje cultural que sostiene los prejuicios contra la vejez. No basta con ceder el asiento o facilitar trámites, aunque sean gestos valiosos. El verdadero respeto se manifiesta en reconocer su capacidad, su palabra y su derecho a seguir decidiendo sobre su propia vida.
Una sociedad que infantiliza a sus mayores se niega, sin saberlo, el derecho a envejecer con dignidad. En tiempos de envejecimiento poblacional, no podemos permitirnos ver a las personas mayores como un lastre, sino como una reserva viva de experiencia, lucidez y posibilidad. ¿Por qué no pensar en su rol como mentores, consejeros, emprendedores o educadores? ¿Por qué no ver en la vejez un nuevo capítulo, y no solo el epílogo?
Mientras se respira, se es. Y mientras se es, se quiere, se piensa, se construye. A veces, es de gran valor apoyar sin estorbar la autonomía de las personas mayores.
Del mismo autor: ¿Por qué muchas personas mayores trabajan?
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