En el Divino Niño de Ciudad Bolívar no tienen servicios públicos y en otros como Hacienda los Molinos en Rafael Uribe, aunque pagan impuestos los están desalojando
En las laderas y rincones más olvidados de Bogotá, hay barrios ilegales que no existen en los mapas oficiales. Son territorios con nombres propios, con calles polvorientas y vecinos que construyeron con sus manos las casas en las que viven desde hace años. Pero, a ojos de la ciudad, son apenas asentamientos ilegales que esperan pacientemente el día en que alguien les entregue un título de propiedad.
Hoy, en Bogotá, hay 130 barrios en proceso de legalización. Sus habitantes han aprendido a vivir con la incertidumbre de no saber si su techo es suyo, a pesar de que pagan impuestos y servicios. De esos 130 procesos, 70 están a cargo de la Secretaría de Hábitat y los otros 60, de la Secretaría de Planeación Distrital. Las cifras parecen avanzar más en los papeles que en la realidad: en 2023, el 70% de los trámites superaron los cuatro años de espera; y en 2024, los mismos casos ya pasan de cinco años sin resolverse.
En un debate reciente en el Concejo de Bogotá, los números dejaron en evidencia lo que los barrios han sentido desde hace tiempo: que las metas de legalización son difusas y los procesos, lentos y enredados. Según la Encuesta de Calidad de Vida del DANE para 2024, alrededor de 50.000 familias bogotanas siguen viviendo en la informalidad. Son comunidades enteras atrapadas entre la necesidad y la burocracia.

En Chapinero, por ejemplo, la comunidad del barrio La Esperanza lleva años esperando la titulación de sus predios. Cada día que pasa sin el documento oficial se traduce en barreras para acceder a servicios básicos o a subsidios de vivienda. Lo mismo ocurre en el barrio Divino Niño, en Ciudad Bolívar, donde unas 300 familias esperan que la administración distrital reconozca su barrio para poder salir de la penumbra de la ilegalidad.
En Rafael Uribe Uribe, el barrio Hacienda Los Molinos fue invadido en 2006. Desde entonces, 750 familias construyeron allí sus casas, pagaron impuestos, conectaron servicios públicos y echaron raíces. Pero, a pesar de todo, la amenaza de desalojo sigue latente, porque la legalización nunca se completó. Allí, como en tantos otros lugares, la gente vive con la sensación de que el suelo les tiembla bajo los pies, no por un temblor, sino por la posibilidad de que les quiten lo que levantaron.
Bosa tiene su propia historia de incertidumbre. En el barrio La Esperanza, 130 familias que compraron vivienda hace años hoy enfrentan demandas por parte de supuestos propietarios originales de los terrenos. Mientras tanto, en Fontibón, el barrio Atahualpa atraviesa una situación similar. Son familias que, después de construir su hogar, ven cómo los papeles se convierten en un muro imposible de saltar.
Las cifras oficiales intentan dar algo de alivio. Entre 2015 y 2025, en Bogotá han sido legalizados 163 barrios, beneficiando a unas 50.000 familias. Hoy, la ciudad cuenta con 8.569 asentamientos ilegales, de los cuales ya se han legalizado 7.557 hectáreas. Otras 218 hectáreas todavía esperan su turno.
El gobierno actual, liderado por Carlos Fernando Galán, se ha propuesto entregar 3.150 títulos de propiedad durante su periodo. Sin embargo, el camino está lleno de obstáculos: problemas cartográficos, predios mal marcados, incumplimiento de requisitos por parte de los mismos propietarios y otras dificultades técnicas que atrasan cada proceso.
Algunos barrios presentan desafíos mayores, según la Secretaría de Hábitat. Villa Helena El Portal, en Ciudad Bolívar; Independencia Monte Carlo, en Bosa; La Esperanza, en Chapinero; y Divino Niño, también en Ciudad Bolívar, son ejemplos de comunidades donde los problemas para legalizar son más complejos que en otros lugares.


Mientras las entidades públicas intentan ponerse al día, las familias siguen esperando. Sus calles siguen llenas de vida y de niños jugando entre las casas de ladrillo a medio terminar. Ellos no entienden de planos ni de requisitos legales, solo saben que ese es su barrio y que ahí quieren quedarse. Y, por ahora, lo único que los sostiene es la esperanza de que algún día la ciudad reconozca que también son parte de ella.
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