Para el abogado Jaime Granados, acostumbrado a salir triunfante en la mayoría de sus casos, el fallo de la juez Sandra Heredia en contra de su cliente, el expresidente Uribe, cayó como una plomada. Lo había declarado culpable de dos delitos, pero además pretendía ordenar su detención inmediata. Y sin embargo el experimentado penalista, quien había permanecido como una estatua incólume, a lo largo de las más de 10 horas que tomó la lectura de la sentencia, no perdió la compostura. Con serenidad acusó el golpe y se focalizó en un nuevo objetivo, sobre la marcha: impedir la detención inmediata de su cliente y postergar la lectura de los anunciados 1000 folios para el viernes a las 2 pm. Ahí los defensores de las victimas apoyaron su propuesta y el trago amargo pasó. Se había perdido esta batalla, pero debían prepararse para la siguiente.
Uribe estaba en su casa-finca de Rionegro donde vive con su esposa Lina Moreno y Jaime Granados permanecía en su despacho en Bogotá. Ambos enfocados por las pantallas escucharon en silencio a la juez, sin expresión alguna. El fallo condenatorio cobijó soborno a testigos y fraude procesal con el testimonio del ex paramilitar condenado a 44 años por secuestro extorsivo Juan Guillermo Monsalve como pieza clave, con lo que se enterraba un esfuerzo de 67 días en que la uno de los propósitos precisamente fue desvirtuar a Monsalve y su testimonio.
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Granados disimuló cualquier emoción que pudiera asaltarlo, aunque claramente era de los golpes más duros de su carrera. Además de la relación profesional estaba en juego en una amistad de ya casi 30 años. Una historia que se remonta a 1996 cuando Uribe era gobernador de Antioquia y Jaime Granados apenas empezaba a forjar un nombre en los pasillos de los tribunales.
El punto de encuentro fue Óscar Iván Zuluaga, que los presentó casi como quien junta a dos viejos conocidos que solo estaban esperando coincidir. Hubo afinidad en la política y en la visión de país. Desde esa primera conversación, marcada por la memoria casi fotográfica de ambos, surgió una sintonía particular: hablaban de política y de historia con la misma pasión con que, ya más tarde, compartirían boleros y alguna que otra copa de aguardiente en los encuentros más personales; aunque a Uribe cada vez ha ido dejando más el trago después de una juventud bohemia. La suya es una relación a prueba de admiración, crisis, titulares de prensa, rumores y hasta reveses judiciales.
Granados, protegido del Padre Giraldo en la Javeriana sobresalió siempre por su oratoria
Jaime Granados no pasa desapercibido. Imponente físicamente y con su voz grave con capacidad histriónica para dominar la escena. En la Universidad Javeriana, donde estudió Derecho en los años 80, ya era conocido por su elocuencia y un léxico inagotable. Con tres compañeros –Rodrigo Escobar, Said Idrobo Gómez y otro más– creó un grupo de estudio al que bautizaron, con una mezcla de ironía y ambición, “la Corte Suprema”. Pasaban horas diseccionando códigos y leyes, imaginando escenarios judiciales, inmunes al cansancio. Su talento llamó la atención del padre Gabriel Giraldo, decano de la Facultad de Derecho, quien los empujó a fundar un bufete apenas un año después de graduarse, en 1985.
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Su tesis universitaria –un trabajo sobre la negativa al indulto político a los guerrilleros– circulaba en fotocopias entre profesores y colegas. Ese mismo 5 de noviembre de 1985, mientras en el Palacio de Justicia ardía la tragedia, su idea de la justicia se iba afilando. Poco después, Jorge Barón, el hombre más influyente de la televisión de la época, tocó la puerta de la pequeña oficina de los “supremos” buscando asesoría. Fue el primer gran cliente mediático y, de alguna forma, el inicio de una estrategia que Granados perfeccionaría con los años: saber usar los medios como una extensión de la defensa jurídica.
A comienzos de los años 90, su carrera profesional ya despegaba. Se especializó en Puerto Rico en el sistema penal acusatorio, bajo la tutela del gobernador Rafael Hernández Colón. Una opción que no parecía común en el momento pero que resultó definitiva para su futuro en el país donde precisamente en el gobierno de Uribe se abría el camino para implementar el sistema penal acusatoria que tomó forma con Sabas Pretelt como Ministro de justicia y Mario Iguarán como Fiscal General Colombia. Granados era un experto a quien había que consultar.
En 1996 abrió su propia firma junto a Said Idrobo, que luego se transformaría en Jaime Granados Peña & Asociados, el despacho que se volvería sinónimo de poder y defensa en casos de alto calibre.
La llegada de Uribe a la Presidencia, un antes y un después para Jaime Granados
La llegada de Álvaro Uribe a la Presidencia, en 2002, marcaría un antes y un después. Granados, que ya tenía una sólida reputación, se convirtió en su hombre de confianza en temas penales. No solo defendió al Presidente en momentos turbulentos: también se volvió la voz jurídica de su círculo más estrecho, desde ministros hasta asesores cercanos como Bernardo Moreno, implicado en el escándalo de las chuzadas del DAS. Para
Granados, Uribe no era solo un cliente más: era un proyecto político, un símbolo y, con el tiempo, un amigo. Su lealtad fue tal que, cuando le tocó defenderlo, lo hizo sin cobrar un solo peso de honorarios, convencido de que era un deber patriótico.
El caso que hoy atormenta a Granados comenzó en 2018, cuando la Corte Suprema de Justicia halló indicios de que el expresidente, quien había denunciado al senador Iván Cepeda por manipulación de testigos, era quien estaba detrás del soborno a testigos para desacreditar al mismo senador Iván Cepeda.
Lo que empezó como una investigación contra Cepeda terminó volviéndose una investigación contra Uribe. En agosto de 2020, el país entero se sacudió cuando la Corte le impuso detención domiciliaria. Fue en ese momento en que Uribe renunció a su curul de senador para ser juzgado por la justicia ordinaria, y desde entonces Granados fue su sombra legal, presente en cada audiencia, en cada estrategia, en cada acierto y en cada revés.
Este 28 de julio, sin embargo, el guion cambió. La juez tolimense Sandra Heredia no se dejó convencer. El alegato, las pruebas, la experiencia, la voz grave que tantas veces había ganado batalla. Nada fue suficiente. El fallo condenatorio dejó en evidencia que ni siquiera el mejor abogado de Uribe pudo evitar el veredicto. Más allá de la formalidad jurídica, había algo más que la pérdida de un caso: había el dolor de un amigo que veía caer a otro.
Jaime Granados siempre había sido una figura de victorias. Defendió a generales, a gobernadores, a ministros, y en la mayoría de los casos salió ileso. Pero esta vez, el peso de la historia fue demasiado. Sobre la mesa, además del soborno a testigos, flotaba un fantasma más antiguo: la relación de Uribe con el grupo paramilitar Bloque Metro en los años noventa, los ecos de la hacienda Guacharacas, donde murió su padre, supuestamente a manos de las Farc. Era una historia donde la política se mezclaba con el dolor íntimo y con esas zonas grises que deja la guerra.
Cuando todo terminó, la derrota de Granados y Uribe no solo marcaba el futuro judicial de un expresidente que había sido invencible; también ponía a prueba la amistad de dos hombres que habían recorrido juntos un camino de poder, política y lealtad inquebrantable. Una amistad que nació hace casi tres décadas y que, incluso después de este 28 de julio, sigue siendo uno de los vínculos más sólidos que tiene el expresidente en medio de la tormenta.
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