El término “incel” describe a quienes desean vínculos afectivos, pero no los logran, quedando atrapados en soledad, frustración y, a veces, resentimiento
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La palabra «incel» proviene del acrónimo en inglés «Involuntary Celibates», que en español podríamos traducir como «célibes involuntarios». Este término ha sido adoptado en los últimos años para describir a un grupo particular de individuos que, pese a desear profundamente establecer vínculos afectivos o sexuales, no logran concretarlos. Su realidad se parece a un muro invisible que los separa de las relaciones que tanto anhelan, un obstáculo que parece insalvable. En su esencia, un incel es alguien atrapado por circunstancias diversas de carácter social, cultural, psicológico o estructural, en un estado de frustración y soledad que parece inamovible. Esa situación, en ocasiones, se traduce en sentimientos intensos de resentimiento y aislamiento extremo, al sentir que el mundo les ha dado la espalda y que sus exhaustivos anhelos nunca serán satisfechos.
Aristóteles afirmó que el ser humano es, por naturaleza, un «animal social». Necesitamos convivir, experimentar la amistad y el amor como condiciones indispensables para nuestra realización plena. Cuando esa necesidad se ve frustrada durante un tiempo, las consecuencias pueden ser devastadoras. La sensibilidad se rompe, la autoestima se deteriora, y en algunos casos, surge un resentimiento corrosivo hacia los demás. La historia nos muestra que en otros tiempos, las personas marginadas o excluidas socialmente a menudo caían en el olvido o en la desesperación, pero en ocasiones esa angustia alimentaba movimientos subversivos y revoluciones que desafiaban las estructuras de poder. Con la llegada de las redes sociales, esas sensaciones de exclusión se han magnificado. Las plataformas digitales pueden aumentar la sensación de no pertenencia, reforzando la idea de que no encajamos, de que estamos condenados al rechazo.
La serotonina y la dopamina, neurotransmisores relacionados con la felicidad y la motivación, pueden alterarse en individuos que viven en un estado prolongado de rechazo. Este ciclo, en el que el sufrimiento social se traduce en cambios hormonales, hace aún más difícil que se pueda confiar en otros o abrirse a nuevas relaciones. La emocionalidad, en este caso, se entrelaza con la biología, creando una espiral que solo parece reforzar el aislamiento. Además, se desarrolla un resentimiento hacia aquellos a quienes consideran responsables, lo que en algunos casos puede convertirse en xenofobia. La historia nos enseña que estos sentimientos, alimentados por la sensación de abandono, tienen una capacidad de ser canalizados en ideologías extremas o en acciones autodestructivas, en un círculo vicioso difícil de romper.
La soledad, cuando se prolonga sin que exista esperanza de remedio, convierte la existencia en un laberinto sin salida. Sin embargo, en esa misma soledad puede residir una oportunidad para la introspección y el cambio si somos capaces de reconocer en el sufrimiento del otro una parte de nuestro propio dolor. La solidaridad, la empatía y la apertura emocional pueden ser puentes que nos permitan salir de ese muro invisible y encontrar un camino hacia la aceptación y la integración.
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