Era muy joven y una de las promesas del motocross colombiano, estaba en Nicaragua representando al país y un salto triple que no se concretó lo tiró a tierra
Hay momentos en los que la muerte llega de improvisto. Cuando Tatán Mejía comenzaba a perfilar su carrera en el motocross, no pensaba en otra cosa que no fuera correr. Iba a representar a Colombia en un campeonato latinoamericano en Nicaragua y había entrenado como nunca, como si se jugara algo más que el podio. Quizá sin saberlo, eso era justo lo que se jugaba.
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En el circuito de entrenamiento, en medio de motores rugiendo y tierra levantada, vio a los de la categoría 250 cm³ saltar un triple. Tres montículos de arena en secuencia, un salto de esos que no perdonan errores. Él venía de entrenar en la categoría 125, pero no dudó: si ellos podían, él también. Tatán era bueno para los saltos. Los veía, los leía, los sentía. Se acomodó detrás de uno de los pilotos grandes, apretó el acelerador y voló.
El salto fue limpio hasta que dejó de serlo. En vez de aterrizar en la bajada del tercer morro, cayó en seco, plano, como si el suelo le hubiera cerrado la puerta de golpe. El impacto lo dobló contra el timón. Un crujido, una explosión interna, y el cuerpo que se entrega a la gravedad. Dolor. De ese que no se explica. De ese que no grita: aúlla. Lo sacaron en ambulancia, aún consciente, pero ya con algo deshecho por dentro.
En el hospital, los médicos le palparon el estómago y no encontraron nada grave. Le dieron salida. Lo mandaron al hotel con una orden de descanso y una bolsa de vómito invisible que lo acompañaba a cada paso. Tatán sentía que algo lo devoraba por dentro, como si un animal rabioso le hubiese quedado atrapado en el abdomen.
En la habitación del hotel, se metió en la tina. Agua caliente. El único refugio. El dolor se hizo insoportable, le pegó a la pared, al agua, al mundo. Hasta que alguien golpeó la puerta. Era un hombre que estaba en la habitación de al lado. Había escuchado los golpes como si se los hubieran dado a su cama. Entró sin pedir permiso. Vio el cuadro: un muchacho desnudo, temblando en la bañera, con la piel apagada y el rostro rendido.
Ese hombre resultó ser médico. Un médico cubano. Estaba en Nicaragua por un congreso. Puso la mano sobre el estómago del piloto, miró con experiencia, marcó un número en su celular y le dio la orden a Tatán y su papá, que lo acompañaba en ese momento de salir ya hacia el hospital. Lo llevó al mismo lugar donde él estaba asistiendo a su congreso, pidió de urgencia una sala de cirugía y lo operó. Tatán tenía el intestino delgado perforado. Peritonitis avanzada. Le quedaban dos horas de vida.
La operación fue un éxito. El médico, que no conocía a Tatán y a quien el piloto colombiano nunca volvió a ver, se quedó ocho días más en Nicaragua cuidándolo. Lo sostuvo en silencio, como esas presencias que llegan sin aviso y se van sin despedida. Tatán no sabe su nombre, ni su paradero. Solo le quedó la cicatriz, el susto y la vida.
Después vino la recuperación. El regreso lento a las motos, al aire, a los saltos. Lo que siguió después es lo que el público conoce: el piloto de freestyle, el que gira en el aire como si no tuviera memoria del dolor, el que salta como si el suelo no pudiera volver a castigarlo.
Pero antes de eso hubo una tina, una pared, un grito, y un médico, que no tenía por qué estar ahí, pero estuvo. Eso es uno de esos milagros que no se explican. Hay cicatrices que no se borran porque no quieren, porque son la manera que tiene el cuerpo de recordar que estuvo cerca del final y eligió quedarse.
Ese fue el día que Tatán Mejía estuvo a dos horas de morir. Lo salvó el azar, o la vida, l salvó alguien que no tenía ninguna obligación pero que tenía que estar ahí en ese momento. Desde entonces, Tatán Mejía salta distinto. Salta con más garra. No porque ya no tenga miedo, sino porque aprendió que cada segundo en el aire es también un segundo que no se fue.
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