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Pocas veces en la historia de las generaciones de colombianos que seguimos vivos habíamos tenido que resolver tantos dilemas al mismo tiempo. Y, para hacerlo mas difícil, es, posiblemente, la primera vez que al diablo no se le ven ni los cuernos ni la cola.
Uno de esos laberintos es la tentadora invitación a pasar por sobre todo lo que creíamos, destruir e irrespetar cada rito, cada procedimiento, cada institución y todas las estructuras que desde los abuelos se construyeron, para crear un «edén de felicidad, prosperidad, igualdad y paz».
Eso no debe ocurrir. Si nosotros mismos pisoteamos en lo que creemos y destruimos los cimientos de la sociedad como la concebimos, cuando despertemos no habrá nada. Nada.
La frase sobre que el fin justifica los medios no fue escrita por Maquiavelo. Es un predicado de “El Núcleo de la Teología de la Moral” y es tan vieja como 1650. Pero, además, no es cierta en la manera que se ha pretendido: es legal y moralmente mentiroso que, si se busca un objetivo loable, se pueda, en ese empeño, usar mecanismos contrarios a la ley o a los principios éticos que nos unen.
Y, si de frases célebres se trata, me quedo con la muy asustadora profecía de que de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno
A los colombianos nos une una Constitución Política. En ese cuerpo de normas, principios y valores, se recoge todo lo que consentimos como común a nosotros: lo que nos une, lo que nos define, la manera como nos vemos a nosotros mismos, las reglas para convivir dentro de nuestra diversidad, los poderes y los límites que establecimos para quienes ejercen jurisdicción, poder o mando.
Para desarrollar esa Constitución Política se adoptan normas. Las normas identifican cosas que se debe hacer o no hacer. Y, para que esas leyes se impongan, se prevén servidores públicos empoderados y procedimientos para lograr esa aplicación forzada con los castigos o premios que corresponda.
Las personas que habilitamos para señalarlas son, en su absoluta mayoría de casos, elegidos por todos los mismos destinatarios de las normas. Y a esa le llamamos democracia.
En ese contexto, si un individuo o un grupo de personas se auto abrogan la posibilidad de buscar objetivos diferentes de los que se indica en la Carta Política o las leyes, o hacerlo por sus propios mecanismos en lugar de los legalmente contemplados, con ello traicionan valores y criterios muy superiores a cualquier bien que hubieran pretendido.
Auto ungirse encargados de decidir el bien y el mal es, además de arrogante, contrario a cualquier idea de democracia, representación popular, fé que el poder viene el del pueblo.
Apartarse de las normas que dicen qué se puede y qué no, y establecerlo ellos, rompe agresivamente con los principios de que los seres humanos somos iguales: los pondría por encima de la democracia, los haría inmunes a la justicia.
Fue sabio quien nos enseñó que, si abandonamos la ley para vencer al diablo, nada nos defenderá de el él cuando se vuelva en nuestra contra. Obvio que necesitamos luchar. Claro que hay injusticias por vencer. Pero sólo lo lograremos construyendo sobre los cimientos de nuestros dogmas éticos y legales.
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