Opinión
La vida novelada de Feliza Bursztyn me ha renovado una sospecha que intuí por primera vez cuando quise organizar en la Universidad Nacional una exposición sobre ella
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La lectura del último libro de Juan Gabriel Vásquez sobre la vida novelada de Feliza Bursztyn me ha renovado una sospecha que intuí por primera vez cuando quise organizar en el Museo de la Universidad Nacional una exposición sobre Feliza, Negret y Ramirez Villamizar: no pude conocer obras ni entrar a su taller para tener una mejor idea de lo que sería la exposición que estaba realizando. Pablo Leyva que fue su último compañero, no permitió un mínimo acercamiento. Él era y es todavía el único ser que puede acercarse a la obra. ¿Por qué será? Este tratamiento mezquino desdibujó el trabajo de una pionera, la sacó de la historia del arte en Colombia y cortó su circulación en museos y galerías. Y por ese comportamiento de Pablo Leyva no he podido disfrutar la novela.
La conocí en su taller y me impresionó mucho esa gran libertad de movimientos, el desparpajo brusco y su risa sarcástica con la que se burlaba mientras realizaba comentarios, entre ellos muchos sobre su joven compañero: Pablo Leyva. Y, cuando lo vi llegar, supe con certeza que, al lado de ella, era un pobre personaje con ojos opacados, barba lenta, fachada desordenada de intelectual de pacotilla quien además hizo comentarios fuera de todo contexto mientras él fue el único que entendió sus malos chistes. No me estaba equivocando en su trabajo. A ella se le notaba una fuerza interna indescriptible mientras él actuaba con el control soso del hombre que tenía en mente los intereses de su pequeño mundo corto. No tenía nada que ver con el drama de la creación, ni con su temperamento sensible. Ella, inexplicablemente controlaba esa relación tan dispareja. Él bajo el control de la desventaja abismal se arrimaba a su mundo con una prevenida distancia. Sin duda ella sentía con amable desesperación su inevitable presencia. La irritaba y la calmaba su desacierto. Mientras ella era la artista del momento, tenía luz propia, hablaba y arrasaba con sus comentarios tajantes. Él no tenía otra opción que reírse. Ella tenía un mundo propio quizá impenetrable con altibajos propios de la inteligencia sensible. Él era una presencia inútil de “mansa paloma” que se adhería a ella como sanguijuela.
Y ahora en la novela resulta que es el narrador de su vida que ha logrado su venganza desde la privacidad mezquina. Y esta apreciación no es sólo mía. Pueden preguntarle a la gente que trabaja en el medio.
Sobre el trabajo de Feliza Bursztyn, Marta Traba escribió mucho. Poco antes de su muerte explicaba en su libro Elogio de la locura que: “Promovida por el desorden y meticulosamente instalada en el desorden, su equivalente visual es la anarquía y las permanentes contradicciones de la estructura. Se la podría enfocar por el lado de la estructura ausente, que justifica el acto deliberado de la desorganización como argumento-soporte del discurso plástico… se la puede seguir de acuerdo con la cronología y con la descripción de sus variables intereses… Asimismo es posible examinar como una revolucionaria “per se” en la medida en que se verifica una continua pugna con lo establecido, aunque tal camino nos conduce al antiprograma respecto al programa a la antiforma solo discernible cuando se opone a la forma”.
Ese no era ni es un mundo inteligible para Pablo Leyva.
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