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Si algo ha logrado América Latina con maestría y sin mucho esfuerzo es convertir la crisis en un estado permanente. No es un bache en el camino, es el camino mismo. Aquí no hay desarrollo, solo simulacro. Salvo dos o tres países que lograron salirse del pantano con decisiones acertadas, el resto del continente sigue funcionando con la estabilidad de una mesa coja.
Norberto Bobbio decía que la democracia no es solo votar, sino tener instituciones sólidas y un verdadero equilibrio de poderes. Pero en Latinoamérica, la democracia es como un carro con motor de bicicleta: avanza, pero solo si hay alguien empujando, insultando al conductor y rezándole, sin resultados positivos, a alguna virgencita para que no se desarme en la próxima curva. La institucionalidad es un decorado, la justicia es una rifa y la separación de poderes es tan real como las promesas de campaña. Giovanni Sartori lo resumió mejor: sin cultura política, la democracia es una farsa. Y aquí la cultura política es un cóctel de indignación tuitera, teorías de conspiración y la fe ciega en cualquier charlatán que prometa cambiar el país en cuatro años.
En los años 80, Colombia, India y China eran panas en la desgracia: países en vía de desarrollo con pobreza, corrupción y desigualdad. Pero mientras India y China entendieron que el progreso no llega por arte de magia ni rezando el rosario todos los días, Colombia decidió que con buenas intenciones, un par de cadenas de oración y la bendición de algún cura bastaba. Hoy, China es la segunda potencia mundial, India es un monstruo tecnológico, y Colombia… sigue debatiendo si invertir en educación o en más escoltas para los congresistas.
Los chinos construyen ciudades en semanas, los indios exportan ingenieros, y aquí seguimos peleando por un puente que se cayó antes de estrenarlo. En cuatro décadas, unos se volvieron líderes mundiales, y nosotros seguimos creyendo que el problema es «el gobierno de turno», como si lleváramos siglos repitiendo la misma cagada con distintos colores.
Eso sí, Colombia es una potencia en ciertos campos. No cualquiera puede mantener una economía basada en el carbón y el café mientras el mundo ya opera con inteligencia artificial. Pocos países pueden presumir de una infraestructura vial con huecos tan viejos que deberían tener placa conmemorativa. Y ni hablar de nuestra supremacía tecnológica, donde hacer un trámite en línea es más difícil que ganar la lotería y la gente todavía cree que el fax es un invento satánico.
Pero si la región entera está jodida, ¿qué hace especial a Colombia? Que aquí la crisis no es solo un problema: es parte de nuestra idiosincrasia, de nuestra riqueza demosófica. No exportamos progreso, no producimos soluciones, pero si algo nos sale bien es el absurdo. La política es un circo sin payasos, la economía es un chiste sin gracia y la moralidad es un disfraz que solo se usa en público.
El famoso chicharrón colombiano no es solo un problema: es el reflejo de una crisis política, económica y moral que se reproduce como plaga. Y no, el culpable no es solo «el gobierno de turno» ni una conspiración extranjera. El verdadero responsable es el ciudadano promedio: un tipo sin cultura política, que trabaja solo para pagar deudas y gastarse lo que le queda en cerveza mientras escucha al cantantucho de música popular de moda. Un ser que no cuestiona nada, que cree que la democracia es ir a votar y que se indigna en redes sociales antes de volver a la misma rutina de siempre.
¿Y la educación? Ah, otro chiste. En Colombia, los que legislan sobre educación jamás han pisado un aula ni para enseñar ni para aprender. Prefieren un sistema educativo diseñado para producir mano de obra barata y obediente. Un modelo arcaico, con contenidos irrelevantes que perpetúan la precariedad y la ignorancia. Porque claro, un pueblo sin pensamiento crítico es más fácil de manejar.
Aquí no hay corto, mediano ni largo plazo. Solo el mismo caos disfrazado de esperanza cada cuatro años. Y mientras tanto, lo único que podemos hacer es reírnos, porque si nos lo tomamos en serio, terminamos en suicidio colectivo.
El chicharrón colombiano: una obra maestra del ingenio criollo
El chicharrón colombiano no es un accidente, es una obra maestra del ingenio criollo. No importa cuánto nos hundamos, siempre encontramos la forma de seguir funcionando, aunque sea a los tumbos. Es la cultura del rebusque: la economía informal como columna vertebral del país, el comerciante que vende tapabocas en los semáforos, el que alquila pelucas para citas judiciales, el que cobra por hacer fila en TransMilenio. Aquí la falta de oportunidades no se combate con educación o políticas de empleo, sino con creatividad para sacarle plata a la miseria.
La improvisación también es un arte nacional. En otros países, las cosas se planean con años de anticipación. Aquí, las hacemos sobre la marcha. ¿Un puente que se cayó? Lo volvemos a construir, aunque se vuelva a caer. ¿Un hueco en la vía? Le echamos tierra y rezamos para que dure hasta el próximo aguacero. ¿Qué se viene El Niño? Esperamos a que el país esté en llamas para empezar a preocuparnos por el agua.
Pero si hay algo que nos une de verdad, más que la Selección Colombia, es la corrupción. En otros lugares, los escándalos de corrupción tumban gobiernos. Aquí, los hacen más populares. Se roban un hospital y la gente lo justifica con un «al menos pavimentaron la calle». Se roban el presupuesto de educación y los padres de familia dicen «igual los chinos no estudian». La corrupción no indigna, se normaliza.
Y por supuesto, el clientelismo, la gasolina que mantiene en marcha este despelote. Aquí no se vota por ideas ni propuestas, se vota por el político que le dé la teja, el tamal o la promesa de un contrato. La democracia es un trueque, y el voto es solo la ficha de cambio. Cada cuatro años, los mismos lagartos repiten la misma fórmula: discurso emotivo, promesas irreales y al final, el mismo saqueo de siempre.
El chicharrón no es solo una crisis, es un fenómeno estructural. No se soluciona con reformas tibias ni con frases motivacionales. El problema es que ya nadie se sorprende. Lo que en otro país sería un escándalo aquí es martes. La gente se acostumbra, se adapta, se ríe. Porque, al final, lo único que produce Colombia con éxito es risa.
Moralidad: el arte de parecer decente mientras se hace lo contrario
Si algo define a Colombia, además de la capacidad infinita de reírse de su propia desgracia, es la moralidad postiza. Un país donde todo el mundo se indigna en redes sociales, pero nadie se inmuta cuando los mismos políticos de siempre saquean el erario como si fuera piñata de fiesta infantil. Aquí se condena el narcotráfico en los discursos, pero en la práctica, muy seguramente –no me atrevo a afirmarlo, pero tampoco a dudarlo– los narcos están más que asociados con políticos de alto nivel. O vaya uno a saber si ese mismo político es el capo magno.
Los que negocian el salario mínimo no son trabajadores ni economistas con vocación social. Son los dueños de las pocas industrias que aún no han quebrado o huido del país, que por coincidencia también son políticos. ¿Y quién decide las reglas del juego? Los mismos que ponen los sueldos de hambre y luego se sorprenden porque la gente prefiere vender empanadas en la calle antes que dejarse explotar en sus empresas.
Las EPS, esos templos del sagrado chicharrón, donde un simple dolor de muela puede convertirse en una sentencia de muerte, están en manos de los mismos grupos económicos que controlan los medios de comunicación. Así, el país no se entera de la magnitud del saqueo porque la información se cocina a fuego lento y se sirve con titulares inofensivos. No es corrupción, es “gestión administrativa”.
Las universidades elitistas, esas fábricas de burgueses con diploma, también tienen su altar en este templo del chicharrón. Se llenan la boca hablando de meritocracia, pero sus matrículas cuestan lo mismo que un riñón en el mercado negro. Al final, el que estudia en ellas no es el más inteligente ni el más esforzado, sino el que tuvo la suerte de nacer en la familia correcta. El resto, que se conforme con universidades públicas desfinanciadas y carreras que sirven más para adornar la pared que para conseguir trabajo.
Porque en Colombia la moralidad no es más que un adorno de vitrina. En público, todos se escandalizan, se golpean el pecho y exigen justicia. En privado, los mismos que gritan contra la corrupción están esperando su turno para meter la mano en el bolsillo del Estado. Y así sigue girando este país, donde el progreso no llega por arte de magia ni rezando el rosario todos los días. Pero no importa, lo importante es que seguimos siendo un país de fe, con el sagrado chicharrón como nuestro único dios verdadero.
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