Alguna vez, hace no tanto tiempo, hubo pasajeros de los DC-4 –pequeñas aeronaves— que juraban haber visto cómo, desde la espesura de la selva del Catatumbo, unas siluetas oscuras y veloces les lanzaban flechas contra los aviones. Dicen que eran los motilones –en esta región de Colombia a los indios Barí. Si los aguerridos indígenas no lograron derribar los buitres de metal no fue por falta de puntería, sino porque los cielos también eran parte del enemigo.
Nadie ha podido borrarlos. Ni los capuchinos que llegaron con biblias y promesas; ni los conquistadores de barbas tupidas que tenían en el cinto espadas que brillaban más que el sol entre los árboles. Tampoco lo lograron los gringos bien pagados, con sus contratos firmados en Bogotá y sus máquinas listas para extraer del fondo de la tierra eso que llamaron oro negro. La violenta guerra en el Catatumbo, en la que confluyen el ELN, las paras y el mismo Estado tampoco ha podido con ellos, aunque los ha obligado a resguardarse más.
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El pueblo Barí –que también llaman motilón, barira, dobocubi, cunausaya– vive en la frontera entre Colombia y Venezuela, trepado en la serranía que lleva su nombre, empapado por intensas lluvias que allí no dejan de caer cada año en este infierno verde que es el Catatumbo. Viven donde siempre han vivido: entre El Carmen, Convención, Teorama y la Sierra de Perijá. Viven como pueden.
Actualmente son más de 3 mil los hombres y mujeres que se reconocen como Barí, aunque muchos ya se bajaron de las montañas y viven apiñados en las cabeceras municipales. Se encuentran varios grupos de motilones malviviendo en Cúcuta, Tibú, en los bordes de ciudades que antes les parecían irreales y que ahora son tanto amenaza como refugio. La lengua que hablan –el Barí Ara– nombra a los ríos como si fueran seres vivos, porque se mueven.
Creen en Sabaseba, el dios que organizó el mundo, y le temen a Dabiddu, que gobierna la noche y la enfermedad. Creen, en el fondo, en el ciclo: en que todo vuelve. Por eso para ellos la figura geométrica más sagrada es el círculo. Una serpiente que se muerde la cola. Un dios que se repite. Una historia que nunca termina.

A comienzos del siglo XX, mientras en las ciudades se celebraba el centenario de la Independencia con discursos y bandas de guerra, a los Barí les caía encima otro tipo de libertad: la petrolera. Fue el contrato Chaux-Folson el que dio paso a la infamia. En 1926, el gobierno colombiano entregó a Colpet y Gula la explotación de 186.805 hectáreas. Casi doscientas mil hectáreas de selva, con ríos vivos y montañas antiguas. Corazón de los Barí.
Nadie les preguntó si querían compartir su territorio
Los Barí no sabían si aquellos hombres altos, de ojos claros y piel pálida, venían del infierno o de algún mito mal recordado. Pero lo cierto es que venían con máquinas que rompían la tierra, con asfalto para los caminos, con dólares en las mochilas y con hambre de petróleo. Construyeron una refinería y más de treinta pozos. Llegaron campesinos desde todas partes del país, huyendo del hambre que les imponían los latifundistas. Nació Tibú, una ciudad improvisada sobre tierra ajena.
Los viejos motilones resistieron como pudieron. Pelearon con lanzas, con diplomacia y hasta con documentos que declaraban su territorio como reserva forestal. Pero los gringos hicieron lo suyo: envenenaron el agua, la sal, la comida. Infectaron de viruela, de malaria, de miseria. Como quinientos años antes.
En los sesenta, cuando las balas ya eran más comunes que las flechas, Bruce Olson –un filólogo noruego que se volvió un poco Barí– fue expulsado por decir la verdad. Había contado al mundo que esos “salvajes” tenían una cultura, una lengua, un dios. Que no eran obstáculo sino pueblo. Que eran historia viva. Nadie quiso escucharlo.
Cuando Colpet y Gula se hartaron, se largaron. Dejaron petróleo, sangre, muertos. Luego en los ochenta el gobierno entregó el Catatumbo a la alemana Mannesmann y a la italiana Sicim, para que construyeran el oleoducto más grande del país: el Caño Limón–Coveñas, obra que llevó a aquella región una segunda ola de colonos y también el peor mal: la ambición de las guerrillas FARC, ELN, EPL. Los motilones, que peleaban su propia guerra ancestral, se vieron atrapados en otra que no era suya.
Desde la orilla del Catatumbo los motilones veían flotar cadáveres, cuerpos hinchados, ríos teñidos de sangre –y muchos eran suyos–. Bajaron las lanzas. Se echaron a morir. En 1983 les quedaba el diez por ciento de su territorio. Eran apenas 1.500. Los resguardos frenaron la desaparición, pero no la derrota. En los noventa llegaron los narcos y sus plantaciones de coca. En 1999 fueron los paramilitares y su sangrienta presencia los que llevaron a otra oleada de campesinos e indígenas desplazados y arrinconados.
Hoy, en sus tierras florece la coca, la amapola, el olvido, y la guerra –que por un tiempo fingió dormir– volvió a espetar su aliento caliente. Los colonos, como siempre, piden más: quieren que se declare todo aquello Zona de Reserva Campesina y se les legalice el despojo. Mientras tanto, los últimos Barí siguen escondidos en las montañas del Catatumbo, soportando la biblia, la espada, los virus, las empresas, los cañones, la coca, la moral. Y siguen porque el Catatumbo es suyo. Incluso antes de que alguien lo bautizara así.
Pero el círculo, a fuerza de empeño, sabe abrirse un instante. El 14 de marzo de 2025, la Dirección de Asuntos Étnicos de la Unidad de Restitución de Tierras golpeó la puerta de la justicia pidiendo auxilio; dos meses después, el Juzgado Primero Civil del Circuito Especializado en Restitución de Tierras de Cúcuta escuchó el eco de aquellas montañas y decretó medidas cautelares a favor del Resguardo Motilón Barí. La decisión protege a 3.120 personas de 462 familias y extiende un paraguas jurídico sobre 178.543 hectáreas que incluyen, además de las tituladas, las que el pueblo busca para ampliar su resguardo.
El fallo reconoce algo que los viejos sabios vienen repitiendo desde el primer disparo: que sin los Barí no hay trato posible con la selva ni, acaso, con la guerra. Ordena su presencia permanente en las mesas donde gobierno y hombres armados –legales e ilegales– se disputan la palabra “paz”. Admite que el territorio indígena no cabe en un polígono, porque el río no se endereza con escuadra, ni el cerro se corta con machete. Y les concede salvaguardas concretas para que el círculo –ese regreso a la casa primigenia– pueda, por fin, ensancharse y abarcar lo que la avaricia les fue robando.
Quizá, cuando la próxima avioneta rasgue el cielo del Catatumbo, nadie dispare flechas. Tal vez baste mirar hacia abajo y ver un resguardo menos sitiado, un territorio que, aunque herido, vuelve a reconocerse como uno con sus dueños. El ciclo, de nuevo, hace su giro completo; la serpiente se muerde la cola y, por un suspiro, parece que sana.

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