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Para comprender el momento actual, conviene mirar hacia atrás, a 1991, cuando se promulgó la Constitución que pretendía relanzar una agenda política nacional más inclusiva. Sin embargo, desde entonces, Colombia ha atravesado ciclos cada vez más profundos de crisis social, institucional y territorial. Sin duda, hay asuntos en los que se ha avanzado, pero respecto las situaciones de violencia y desigualdad social, seguimos pedaleando como en una bicicleta estática. Esta situación no puede atribuirse únicamente a un gobierno o personaje político: es el resultado de múltiples causas acumuladas.
Por un lado, ciertos sectores empresariales han moldeado las reglas del mercado a su favor, apropiándose de recursos públicos y usando el conflicto armado como excusa para imponer una agenda económica excluyente, apoyados en una doctrina neoliberal aplicada sin contemplaciones. Al mismo tiempo, los partidos y liderazgos políticos, incluyendo algunos movimientos sociales, han devenido en castas autoritarias que convirtieron al Estado en un botín. Se instaló así una práctica política mafiosa, alimentada por tecnicismos que esconden el desfalco y la corrupción sistemática.
A esto se suma la mutación de los grupos armados: nacidos en contextos de revolución y lucha social, terminaron en muchos casos subordinados a mafias transnacionales, integrándose al narcotráfico y otros negocios ilegales. Esta industria criminal, lejos de disminuir, ha adoptado nuevas formas y sigue pasando por Colombia como un eje central de sus operaciones, estableciendo economías ilegales de enclave que imponen control territorial y desafían la autoridad del Estado.
En este complejo escenario, la actual coalición de gobierno logró interpretar el clamor popular en las elecciones pasadas. Incorporó en su plan de desarrollo elementos fundamentales del Acuerdo de Paz con las Farc, así como propuestas socio-territoriales urgentes para regiones históricamente olvidadas. Sin embargo, esa intención se ha visto obstaculizada por una polarización política que no se ha logrado resolver mediante consensos mínimos y por vacíos en la agenda de transformación desde las regiones.
En vez de avanzar en soluciones, hemos caído en discusiones estériles, llenas de excusas legales
El Congreso, influenciado por intereses corporativos, clanes políticos y estructuras mafiosas, ha bloqueado propuestas fundamentales sin siquiera abrir espacios de debate. Reformas en salud, educación y trabajo, pilares de una democracia sustantiva, han sido aplazadas o descartadas. En vez de avanzar en soluciones, hemos caído en discusiones estériles, llenas de excusas legales y narrativas tóxicas que impiden un verdadero encuentro como sociedad.
Se siente, así, desde el cotidiano de campos y ciudades, un estancamiento general que no recae únicamente en el rol del gobierno nacional. La palabra democracia parece vacía cuando se convierte en rehén de unos pocos. La convivencia pacífica pende de un hilo y los entornos sociales son cada vez más hostiles. La responsabilidad es compartida, pero recae especialmente en sectores de las élites económicas y políticas, que han normalizado el conflicto y la corrupción como forma de operar.
Reconstruir la política democrática es, sin duda, una tarea larga, pero es la única salida posible. Debemos cortar de raíz con las prácticas violentas y mafiosas, volver a tejer acuerdos sociales desde abajo, escuchar el clamor ciudadano y encaminar a las instituciones hacia una solidaridad real. No será rápido, ni fácil, pero es el único camino para cerrarle definitivamente la puerta a la guerra.
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