El atentado contra Miguel Uribe reabre el debate sobre el uso político del discurso y la responsabilidad de todos los sectores en una sociedad polarizada
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Mientras se escriben estas líneas, el estado de salud del senador Miguel Uribe Turbay tras el atentado –según el más reciente parte médico de la Fundación San Fe–, es “crítico, de máxima gravedad y con pronóstico reservado”. Por el bien de él, de su familia y del país, ojalá logre salvar su vida y este repudiable acto perpetrado por la mano funesta de quienes pretenden desestabilizar el país, no lo convierta en mártir, en un instrumento más de polarización y politización donde la muerte y el miedo son bastiones de una lógica macabra que en Colombia mata de manera estratégica cada que el debate y los argumentos les resultan insuficientes; y luego sale a la palestra pública a rasgarse las vestiduras. La bala fue para un hombre, pero el disparo discursivo ha sido para 53 millones de colombianos.
Tardó más de dos años la oposición en descubrir la frase de combate para reemplazar a la manida ‘seguridad democrática’ o al fantasmal ‘castrochavismo’: el discurso de odio. Y lo hace justo cuando arranca la campaña presidencial y después de que ella misma es la que lo ha sembrado con una pertinaz obstinación cada día, desde cada tribuna mediática y democrática y desde cada escenario posible.
Como hasta el momento ninguna otra estrategia le había resultado efectiva totalmente, se les reveló como una epifanía lo que el teórico holandés Teun Van Dijk sostiene hace décadas: el discurso es una herramienta para ejercer y mantener el poder, así como para cuestionarlo y resistirlo; porque construye una visión de la realidad que se reproduce y a partir de ella viene el proceso de manipulación efectiva.
La cuestión es que jamás se había involucrado de manera tan directa al pueblo, que a través de las redes sociales ahora participa de manera activa en la difusión y multiplicación de esos discursos, que ya no pueden verse solo como un reflejo de la sociedad, sino también como una construcción permanente de la misma que se multiplica a velocidades asombrosas y con una efectividad cada vez más evidente, sobre todo en los procesos electorales de cualquier índole.
Basta revisar los más recientes en el vecindario latinoamericano, las campañas de Trump en EE. UU. o a la elección del Papa. Por eso, hoy podemos ver a muchas personas solidarizadas con la víctima, que en el pasado se solidarizaron con la indolencia del candidato –hoy caído en desgracia– frente a las muertes violentas de Rosa Elvira Cely o el estudiante Dilan Cruz, cuyos pronunciamientos fueron apáticos, por decir lo menos.
Colombia es un país con bajos niveles de lectoescritura, con una precariedad educativa histórica que afecta el análisis y la interpretación de los discursos, donde las emociones son más poderosas que las razones y donde la ignorancia es vista como una ofensa y no como una condición resultante de la desinformación.
De ahí que las personas perciben y procesan la información con base en información que les es sembrada como una semilla de odio, y eso por supuesto influye en la producción y la interpretación que hacen del discurso político. Y ahí están todos los bandos enfrentados y ninguno estaría libre de asumir esa responsabilidad; como tampoco la familia, que debería ser la sembradora fundamental de los principios. Otra cosa es que en nuestro país decir la verdad es un agravio, casi una ofensa imperdonable. Un legado de la Iglesia que no acepta ventilaciones públicas de las inmundicias espirituales.
Al margen de si Uribe Turbay es brillante o un delfín afortunado. De si el atentado fue perpetrado por una facción de extrema derecha o izquierda (o el centro, hasta el momento no hay claridad y en Colombia todo es posible) y ejecutado por un niño, con un arma de fogueo o con una pistola nueve milímetros. De si atiende intereses partidistas o económicos (todos sabemos, no hay ideologías, sino negocios con los recursos del Estado). Aquí el problema central del suceso es que ahora el discurso se ubica en el ojo del huracán que atraviesa al país. Alguien advertirá que siempre ha sido así y es posible que le quepa algo de razón, pero nunca en la historia reciente del país la construcción y difusión de ese discurso se planteó como el principal problema de nuestra situación y eso es muy importante para una sociedad que busca –con obvios detractores– superar tantas violencias históricas.
Desde todos los ámbitos debería analizarse y trabajarse este fenómeno, solo así puede superarse un problema que nos desafía como sociedad: desde el Estado y el gobierno (que debe moderarlo sin renunciar a la denuncia); desde la oposición (que no revisa su propio discurso) y lo que queda de los partidos políticos (que lo entronizan en los espacios de debate); desde los candidatos (cuya mayoría abrumadora aprovechó la fatalidad para hacer politiquería mezquina); desde los medios de comunicación (que hace rato dejaron de ser actores políticos para convertirse en agitadores proselitistas y megáfonos de los intereses de sus dueños) y los de información; desde los gremios (que aplaudieron las bellaquerías de algunos candidatos y de los moderadores del más reciente foro de Asobancaria); pero sobre todo, desde su casa, con su familia, con sus amigos y en los grupos que se conforman para unir y terminan convertidos en escenarios de agresión.
Adenda: Que quede muy claro que moderar el discurso y abstraerse del odio, no significa que las cosas dejen de llamarse por su nombre. No sea que, por no herir susceptibilidades, se busque lo políticamente correcto para definir y dicho esquive del lenguaje culmine en lo impúdicamente inexacto. No. Al corrupto debe decírsele corrupto y al bandido, bandido. Al bellaco y al oportunista, al sobornado y al mediocre, al ladrón y al impostor, al timador y al apátrida, al mafioso y al contrabandista, al guerrillero y al paramilitar, etc. A todos debe llamárseles por su condición. No importa si eso ofende al implicado y a sus aliados.
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