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El mundo que conocimos en las últimas décadas voló en pedazos. Estamos en plena transición hacia nadie sabe qué. Desapareció la tranquilidad de navegar sobre aguas que creíamos conocer y dominar para llegar a un destino común, el bienestar colectivo. Aunque hubo descontentos y desacuerdos sobre el rumbo, como el que se dio entre comunismo y capitalismo, o entre estados controlados por movimientos religiosos o sectores de la sociedad civil, mal que bien se marchaba sobre las diferencias. Así fuera en medio de amenazas hasta nucleares, con entendimientos que incluyeron asegurar la mutua destrucción para garantizar la tranquilidad.
Lo cierto es que el horizonte imaginado durante décadas se borró. Al desaparecer arrasó la idea que existía del futuro. Hacia donde vamos es un interrogante sin respuesta. Muchos presagian malos tiempos. El presente es lo único que queda como salvavidas. Antes se sabía (o más bien se creía que se sabía) cómo funcionaban los países, las sociedades, las regiones, las potencias, las economías, las democracias, las dictaduras, los partidos, los medios, las familias, los sexos, el ambiente, el planeta en general.
Se diseñó un mapa mental sobre el que las sociedades discernían sus temas, establecían sus agendas y fijaban sus compromisos. Era virtual, pero definía inclusive el precio de las rupturas. Sus consecuencias se conocían de antemano. Los países que se salían del orden establecido pagaban con el aislamiento, bloqueos o sanciones que les dificulta integrarse a la economía global. Así los dominantes garantizan que los rebeldes fracasen pues en vez de mejorar los niveles de vida de su población, los empeoran. El costo de buscar una mejor fórmula de bienestar lo paga la ciudadanía. Pero esos mecanismos de imposición también están rotos. Rusia, Irán y Venezuela eluden las sanciones del sistema norteamericano con habilidad.
China, a pesar de la propaganda de Estados Unidos, es el único país que se ha convertido en potencia y que al mismo tiempo ha sacado de la pobreza a más de 400 millones de personas en menos de medio siglo. Es insólito que, en vez de aprender de su modelo económico y sus avances sociales (aunque les disguste el político), las potencias occidentales crean que es conveniente aislar, contener y amenazar a China para que deje de crecer. La ven como un mal ejemplo y no como una solución para superar desigualdades sociales.
Esta contradicción entre las potencias hace que el auge de China se convierta en otro factor de desestabilización geopolítico en la medida en que Estados Unidos y Europa no pueden ya imponer en el mundo su visión, sino apenas en algunos territorios. Esta pérdida de poder duele y tiene consecuencias económicas y políticas. Los entendimientos del Siglo XX fueron impuestos por las potencias que ganaron la guerra, y por eso se atribuyen el derecho de romperlo cuando necesitan proyectar sus intereses, contener supuestas amenazas o mantener sus privilegios.
Las potencias impusieron sus decisiones como si per se beneficiaran a las demás sociedades
Las potencias impusieron sus decisiones como si per se beneficiaran a las demás sociedades. Así ocurrió con las políticas neoliberales, la desregulación y la apertura global. Fueron políticas impuestos sin consulta a la mayoría de los países, sin debates y sin escuchar advertencias sobre sus impactos negativos para hacer ajustes a tiempo. Muchas naciones sufrieron esta imposición, inclusive al interior de las mismas potencias, donde surgieron nuevos problemas que afectaron la calidad de vida de los ciudadanos, en vez de acercarlos al bienestar.
La insatisfacción de quienes se quedaron sin cupo en el tren neoliberal llevó a buscar soluciones: o abandonar el club de los poderosos y el espacio donde rigen sus reglas; o, rebelarse y montar gobiernos alternativos para resolver el descontento social y buscar un futuro mejor. Las desigualdades que logró el neoliberalismo las subraya la arrogancia de los supermillonarios. Quieren ser los determinadores de las políticas públicas a partir de su poder económico, y en todos los campos.
Para lograrlo distorsionan el juego democrático con inyecciones de dinero a sus candidatos, manipulando la información a través de sus redes sociales, o chantajeando con la oferta de sus servicios. Contrastan sus éxitos empresariales como prueba de eficiencia y disfrutan de la incapacidad de los dirigentes tradicionales para solucionar los problemas.
En esa conjunción de factores, nacen los Maduros, Ortegas, Erdoganes, Orbanes y los Bukeles, Mileis y Trumps. Montados sobre el fracaso social de las políticas neoliberales y el descontento de los que quedaron por fuera del tren de alta velocidad con el desarrollo tecnológico que se convierte en otra amenaza social en vez de un beneficio para la humanidad. La frustración ciudadana se canaliza a través de una convocatoria ingenua para que los bárbaros que saben vender ilusiones y lanzar vendettas a lo mafioso, sean quienes gobiernen. Así aumenta el desastre.
La mayoría de los ciudadanos necesita resolver sus angustias, recuperar el horizonte, inventar un futuro. Pero ni intelectuales, ni dirigentes, ni gobernantes han encontrado una propuesta. El derrumbe de lo establecido, el irrespeto a las normas, la desaparición de los valores colectivos y las bases de la convivencia, llevan al caos que atravesamos. Todo vale. Otra vez la humanidad está gestando un nuevo modelo, pero le falta tiempo para nacer. Hoy nadie sabe dónde estamos parados ni hacia dónde vamos en el planeta. No solo se desatan nuevas guerras y se avivan las viejas, sino que se libran sin límites para proteger a los civiles.
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