El santandereano Luis José Rueda quien estuvo en el cónclave que escogió al Papa León XIV fue quien convenció al Presidente de ir al almuerzo con todos los poderes
El cardenal Luis José Rueda llegó sobre las nueve de la noche del pasado 10 de junio a la oficina presidencial en la Casa de Nariño. Petro se veía agotado. En su agenda preparaba, un día después, firmar el decretazo con el que le daba vía libre, en un arranque autoritario, a la consulta popular. El cardenal Rueda Aparicio creyó que se había equivocado. Después de exponer durante media hora las razones por las que decidía ser un puente entre el presidente, sus opositores y todas las ramas del poder, Petro permanecía hierático, como si una máscara hubiera caído sobre su rostro. Estaba sondeando al cardenal. Jamás habían tenido un diálogo. La decisión de tener la reunión surgió de Rueda, después del fin de semana convulso que tuvo el país con el atentado al precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay en Bogotá. Una hora duró la reunión. Petro prometió buscar un espacio en su agenda.
Desde ese día el cardenal Luis José Rueda se encargó de llamar a todos los sectores del poder. Desde magistrados hasta el fiscal, pasando por el presidente de la cámara y del senado quien fue el más reacio a aceptar la invitación. La cita fue el pasado lunes 16 de junio en la sede de la curia arzobispal y se caracterizó por las caras largas. La idea del Cardenal era reunirse en torno a un almuerzo, el alimento como un símbolo de unión.

El problema fue que el presidente llegó una hora tarde lo que hizo que la tensión flotara y que no se lograra el principal objetivo de la reunión: limar la relación áspera entre Efraín Cepeda y Gustavo Petro.
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Afuera de la curia se apostaban buena parte de la prensa del país. Así registraron la llegada de los protagonistas. El presidente llegó con la directora del Departamento Administrativo de la Presidencia Dapre, Angie Lizeth Rodríguez Fajardo, llegaron también el presidente de la cámara, Jaime Raúl Salamanca y el del senado Efraín Cepeda. Sobre las cuatro de la tarde terminó el encuentro. No hubo declaraciones oficiales, tan sólo una que hizo mucho ruido, la de Efraín Cepeda quien soltó esta frase: “De nada sirve firmar documentos si se actúa de otra manera, lo tengo que lamentar”.
Los aprendizajes de niño del cardenal Rueda Aparicio
Pero al cardenal Rueda Aparicio parece no amedrentarlo un resultado adverso. Cree en los procesos y no en la inmediatez. Eso lo aprendió desde que era un niño en San Gil, la paciencia del campesino esperando que una semilla de frutos. Se ríe un poco de su infancia. Cree que si la viviera ahora sería un caso de abuso infantil.
Desde que tenía ocho años trabajó de todo: fue constructor como su papá, Luis Emilio, carpintero, tejedor de sacos de fique, mandadero y así como le llegaba la plata tenía que entregarla al fondo común que administraba su madre y con el que comían sus doce hermanos. Era la vida dura del campo colombiano. El consuelo llegó a los quince años cuando conoció en el colegio a Nancy. Eran muy diferentes, a él le gustaba el Atlético Bucaramanga, a ella el Santa Fe. A él le gustaban las baladas de Raphael a ella la música de Mercedes Sosa. Pero se amaban.


La primera separación no tuvo nada que ver con una vocación sacerdotal sino por el servicio militar. Tenía 18 años cuando se lo llevaron a Buenavista Guajira, con el pelo rapado y un arma en el hombro. Se reventó del dolor no sólo por la disciplina del cuartel sino por la falta que le hacía su mamá. Fueron tantas las cartas, las llamadas, que ella fue a Buenavista, habló con el coronel y lo convenció que le diera la libreta militar a su hijo sin pasar por la dura prueba del cuartel. Regresó a San Gil y siguió trabajando en construcción. Salió una convocatoria en una empresa de cemento llamada Hércules. Trabajaba en el laboratorio, haciendo mezclas para crear el cemento. No se preocupaba demasiado por lo que le decía su papá. Con lo que le pagaban en Hércules le alcanzaba para ahorrar e irse a vivir con Nancy quien ya en esa época se había ido a vivir a Bucaramanga, a estudiar en la Universidad Industrial de Santander. Entonces apareció Dios.
El llamado de Dios pudo más que la ilusión de un amor adolescente
En el camino que iba de la fábrica a su casa estaba un templo en medio de un cementerio. Siempre las puertas estaban abiertas. Entró un día y vio los ojos de Cristo en la cruz entreabiertos “¿Está muerto, o agoniza?” se preguntaba. Lo que fue el entretenimiento de una tarde se convirtió en algo cotidiano. Le interesó tanto esa figura que terminó yéndose al seminario. Su papá murió y él era el único sostén de la familia.
Su mamá no quería que se fuera de cura. Fue aceptado en el seminario y encontró en el obispo Leonardo Gómez un mentor. Lo nombraron párroco en la diócesis de Albania, un pueblo a siete horas de San Gil. Allí cuatro curas habían renunciado en menos de dos años. Se volvían alcohólicos, se enviaban. Perdían la fe. Tenía 27 años cuando llegó a evangelizar vereda por vereda y a tener claro algo: en el seminario se aprende la teoría para ser cura, pero la práctica, el día a día con el campesino, era lo fundamental para ejercer el sacerdocio.
A los 30 se fue a Roma en donde una “mamitis aguda” como él mismo afirma, casi lo hace sucumbir. Resistió y fue recompensado. En el 2006 fue nombrado obispo de San Gil. Su mamá lo vio ordenarse una semana antes de morir y le alcanzó a decir una frase que aún repita “yo creí que solo los hijos de ricos podrían llegar a ser obispo”. Luego se fue a Montelíbano, a San José de Ralito, en donde entre el calor agobiante y el fantasma paramilitar ejerció su apostolado. En 2018 el Papa Francisco lo nombró obispo de Popayán y dos años después, en plena pandemia, fue nombrado Arzobispo de Bogotá y primado de Colombia, reemplazando al emblemático Rubén Salazar Gómez. “En la catedral apenas había 17 personas. Bogotá estaba completamente desocupada”, recuerda. El 9 de julio del 2023, durante el ángelus del papa Francisco, se hizo oficial que sería cardenal. Tenía 61 años.
Sin el ruido de otros cardenales, Monseñor Rueda estuvo en el cónclave que eligió al Papa León XIV y ahora ha decidido de lleno intentar ser un mediador entre un presidente de probado carácter difícil y sus opositores. Cree que el momento del país se parece a un parto, se sufre, duele, pero vendrá la gran alegría del nacimiento. Así lo piensa este optimista vestido de púrpura que jamás, a pesar de haberle visto los ojos a Dios, ha dejado de ser un campesino de San Gil.
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