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En el mundo de la pintura, como todo en la vida, siempre hay preferidos. Ir a visitar los cuartos repletos de pintor ruso como Mark Rothko es un regalo para el espíritu.
La colección Phillips en Washington es una de ellas. Sale uno de la galería a quedarse viendo. El tiempo en sus cuadros no existe. He pasado horas sentada en un banco, observando que la vida y siente uno la belleza de la combinación de colores en gran formato. Que los colores cuidadosamente mente aplicados van creando una atmosfera compleja pero vital.


Después de la exposición de Olga de Amaral, llegó a la galería Cartier en Paris, la exposición de Mark Rotko que es un enorme evento porque ya estamos en igual de condiciones. Son grandes artistas a la misma altura artística.
Rotko nació en Rusia en 1903 y desde muy joven llagó a Nueva York. Autodidacta, pobre, tímido y judío y formo parte del expresionismo abstracto norteamericano.
Sus cuadros son sublimes, pero no fueron fáciles para el pintor que trabajaba ocho horas al día y era un acto crítico severo.


Sus cuadros son silencios. Producen una calma interior. No es paz, pero sí serenidad. Sus cuadros de franjas de contrastes de colores inesperados son intrigantes, no brillan, hay matices que salen del fondo del cuadro, pero todo lo encontramos en unas severas franjas que se complementan.
Recibió desde 1950 apoyo del Museo de Arte Moderno y unos murales para Seagram, uno de los grandes arquitectos del siglo XX.
Desilusionado del triunfo Mark Rothko se suicidó en su estudio el 25 de febrero en Nueva York.


Se acusó a sus albaceas testamentarios de vender su obra a la galería Marlborough de Nueva York a precios poco ventajosos para los herederos. En 1975, un tribunal de Manhattan destituyó a dichos albaceas y les impuso, conjuntamente con la galería, una multa de 9.252.000 dólares.

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