Fue contratado por varios millones de pesos para una fiesta privada en Medellín. Solo al llegar entendió que el anfitrión era el mismísimo patrón: Pablo Escobar
En la vida de Galy Galeano todo parece haber ocurrido por accidente. El amor, la música, las mujeres y la fama lo fueron abordando sin aviso, sin estrategia, como si cada cosa estuviera destinada a encontrarlo sin que él la buscara. Hasta el día en que terminó cantándole a Pablo Escobar sucedió así: por pura casualidad.
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Carmelo Galiano Cotes, nacido en Chiriguaná, Cesar, con sangre italiana en las venas y espíritu caribe en el pecho, jamás imaginó que alguna vez su voz animaría las fiestas del capo más temido de Colombia. De niño no soñaba con escenarios ni con multitudes. Su mundo eran los días de calor intenso, las canciones improvisadas para enamorar y una banda hecha con tablas de cedro y cuerdas tensadas a mano, en la que cada integrante se fabricaba su propio instrumento. La llamaron “Los Diamantes del Cesar”, aunque sus brillos eran más de ingenio que de lujo.
Cuando decidió empacar y llegar a Bogotá, fue como si se hubiese muerto una versión de sí mismo. La capital lo transformó: sus letras comenzaron a sonar en radios y su nombre se volvió referente de la música popular, de las letras dolidas, del despecho elegante. Y con la fama llegaron las historias insólitas: una joven que le ofreció su virginidad antes de casarse, un hombre armado que lo obligó a besar a su esposa, y claro, esa noche en Medellín, cuando sin saberlo, terminó cantándole al patrón.
Fue contratado para una fiesta privada, por una suma importante, de esas que uno no rechaza porque la plata era buena y el trato, en apariencia, sencillo. Lo recogieron, lo llevaron, lo ubicaron en el escenario, y solo cuando miró bien alrededor —los hombres armados, las miradas duras, la tensión vestida de elegancia— comprendió dónde estaba parado. La fiesta era nada menos que para el hijo de Pablo Emilio Escobar Gaviria.
En cada mesa, una botella de whisky. En la del patrón, una de aguardiente. No hacía falta preguntar quién mandaba. Escobar se movía por el lugar como una especie de rey sin corona, que todo lo veía y al que nadie se atrevía a incomodar. Galy, que ya estaba en tarima, supo que no había vuelta atrás. Tomó su micrófono, afinó su voz y cantó como si su vida dependiera de ello. Tal vez sí dependía.
Esa no sería la única vez que su música lo llevaría a territorios donde la ley no mandaba. También cantó en el Caguán, en fiestas privadas de las FARC, donde lo contrataban como a cualquier otro artista. A veces eran toques públicos, otras veces reuniones más cerradas. En una ocasión, hasta le tocó esconderse detrás del bajo cuando la tensión creció. Pero para él, la música no conoce de política, ni de ideologías, ni de fronteras morales. Su voz ha sonado donde hay dolor, celebración o ganas de olvidar el mundo por unas horas.
Quizá por eso lo han buscado tantos personajes, desde enamoradas impulsivas hasta hombres peligrosos con poder. Lo que canta Galy no es solo música para tomar, es también una forma de aliviar las penas, de decir lo que muchos no pueden. Y eso, en un país acostumbrado a las penas, lo convierte en una suerte de bálsamo que todos quieren cerca.
Él, que nunca quiso ser cantante, terminó siendo la banda sonora de muchas vidas. En su relato no hay victimismo ni orgullo: todo le ha pasado por accidente, como si la vida tuviera un guion que él solo descubre al actuarlo. Así, sin saberlo, una noche terminó siendo el show estelar del narco más temido del mundo. Cantó, agradeció, se despidió. Salió de allí con el alma aliviada, como quien vuelve de un lugar del que no está seguro si salió ileso o bendecido.
La música lo encontró sin pedir permiso, y lo ha llevado por caminos que ningún mapa habría previsto. Galy Galeano, el hombre que alguna vez hizo un bajo con una tabla de cedro, ha cantado en fiestas que no siempre entiende. Pero cuando sube a una tarima, donde sea que esté, canta con el corazón y eso, quizá, ha sido siempre su mejor armadura.
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