Es una bestia de más de 13 toneladas, que Trump, con el respaldo de Israel, usó para atacar el corazón subterráneo de Irán donde se supone había armas nucleares
El cielo sobre Oriente Medio, acostumbrado a la tensión y al rumor lejano de los drones, se estremeció durante la madrugada del 22 de junio de 2025. No fue un ataque más, ni una demostración simbólica de poder. Fue la primera vez que la bomba más temida del arsenal no nuclear estadounidense, la GBU-57A/B, bajó de un poderoso B2, el único avión bombardero capaz de transportarla.
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En coordinación con Israel, el gobierno de Estados Unidos ejecutó una ofensiva quirúrgica contra tres instalaciones nucleares iraníes: Fordow, Natanz e Isfahán. Y lo hizo usando una arma diseñada para una sola misión: romper lo irrompible.
La GBU-57A/B, conocida por su nombre técnico pero temida por su apodo más simple —Massive Ordnance Penetrator (MOP) –Penetrador de Municiones Masivo, en español—, no es un juguete militar. Es una bomba de más de seis metros de largo, con un peso que roza las 30.000 libras, y capaz de hundirse en más de 60 metros de tierra o atravesar veinte de concreto reforzado antes de explotar. Hasta esa noche, era un secreto a medias, una amenaza latente utilizada como carta de presión en negociaciones diplomáticas. Esa madrugada, sin embargo, la MOP dejó de ser una amenaza y se convirtió en protagonista e medio de la oscuridad.
El ataque fue silencioso en su planificación y brutal en su ejecución. Siete bombarderos furtivos B-2 Spirit despegaron desde bases norteamericanas, cruzaron el cielo sin ser detectados y liberaron catorce de estas bombas en cuestión de minutos. Doce de ellas apuntaron directamente a las entrañas de Fordow, una instalación construida dentro de una montaña, pensada precisamente para resistir cualquier ataque aéreo. Las dos restantes fueron lanzadas sobre Natanz, otro centro clave en el programa de enriquecimiento de uranio iraní. Paralelamente, una lluvia de misiles Tomahawk lanzados desde submarinos estadounidenses golpeó objetivos periféricos en Isfahán, completando una maniobra coordinada que había sido ensayada durante años, pero nunca activada.
La operación ordenada por el presidente estadounidense Donald Trump, tuvo el respaldo abierto de Israel, cuya presencia no fue física en los cielos iraníes, pero sí estratégica en el diseño, la inteligencia previa y el impulso diplomático. Para el gobierno de Benjamin Netanyahu, el ataque no solo era inevitable, sino necesario. Y aunque el silencio oficial fue casi total durante las primeras horas posteriores al bombardeo, el mensaje era claro: las líneas rojas trazadas en el pasado no eran meros trazos en la arena.
Lo que distingue a la GBU-57A/B de otras bombas no es solo su peso ni su potencia. Es su propósito. Fue concebida para un mundo que ya no confía en amenazas . Diseñada por Boeing para penetrar estructuras subterráneas profundamente reforzadas, su estructura está hecha de acero especial endurecido, con una cabeza explosiva de más de dos toneladas. No busca arrasar una ciudad ni dejar un cráter visible desde el satélite. Su misión es llegar donde casi nada más puede: al núcleo escondido de un secreto estratégico, enterrado bajo capas de concreto, tierra y paranoia.
En la superficie, los daños fueron mínimos. No hubo columnas de humo visibles desde kilómetros. No hubo imágenes de devastación urbana. Pero bajo tierra, el impacto fue demoledor. Las explosiones, cronometradas con precisión para detonar después de atravesar decenas de metros, colapsaron túneles, destruyeron centrifugadoras y, sobre todo, mandaron un mensaje a los técnicos, ingenieros y militares iraníes: incluso los refugios más profundos tienen un límite.
Hasta esa noche, la GBU-57A/B no había sido usada en combate. Su sola existencia servía como pieza de ajedrez geopolítico. Ahora, tras dejar Fordow irreconocible y abrir cráteres invisibles en la roca de Natanz, ha cambiado su estatus: de amenaza a realidad. Lo que hace más inquietante su uso no es solo el daño físico causado, sino lo que ello implica en materia de relaciones internacionales, política y militar. Estados Unidos cruzó una línea que hasta ahora había evitado, y lo hizo con precisión clínica, sin advertencias ni diplomacia de último minuto.
En Irán, las reacciones fueron confusas. La mayoría de las instalaciones atacadas estaban diseñadas para resistir catástrofes. Que hayan sido neutralizadas en cuestión de minutos no solo afecta el programa nuclear, sino la narrativa interna. El país que durante años desafió sanciones, espionaje y ciberataques, ahora tuvo que admitir que incluso su corazón de concreto puede ser alcanzado.
La GBU-57A/B nació para un escenario específico: instalaciones nucleares enterradas, inaccesibles para bombas convencionales. Y con este ataque, cumplió exactamente el rol para el que fue creada. No se trató solo de destruir uranio enriquecido o de dañar estructuras físicas. Se trató de demostrar que, incluso en la era de la guerra de información y el conflicto asimétrico, aún hay espacio para una bomba de acero que desciende, penetra, y hace el trabajo que nadie más puede hacer.
En el mundo posterior al ataque, no solo Irán ha tomado nota. Corea del Norte, China y otros actores estratégicos han leído entre líneas. La era de los “búnkeres impenetrables” ha terminado. Y la GBU-57A/B, la gigantesca bestia silenciosa que hasta hace poco solo vivía en hangares y simulaciones, dejó de ser un mito y una amenaza.
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